Mons. Agustí Cortés El Salmo 102 es uno de los más bellos del salterio. Es bello en su forma y, mucho más, en su contenido.
Es una lástima que muchos no puedan disfrutar de este canto más que por su expresión poética. Porque solo podrá llegar a gustar totalmente y conmoverse con su mensaje, quien haya medido vitalmente la distancia infinita entre Dios y nosotros. Nos referimos a la lejanía y la diferencia que hay entre la justicia de Dios y la nuestra, su amor y el nuestro. Eso únicamente puede vivirlo quien ha tenido experiencia de los límites de nuestro amor y al mismo tiempo, de alguna forma, haya conocido el amor ilimitado de Dios.
El Salmo comienza con la invitación que el orante se hace a sí mismo a bendecir a Dios con todo el ser, con su voz, con su cuerpo, con todo su corazón, al recordar tantos beneficios (bendiciones) recibidos de Él (vv. 1-5). ¿Qué beneficios? Él se porta con nosotros como un gran médico que, mediante una medicina prodigiosa, cura una enfermedad mortal (“a punto de caer en la fosa”). La enfermedad es nuestro pecado y la medicina es el perdón sin límites. Esta medicina es tan potente, que devuelve la juventud (como parece que hace el águila al remontar el vuelo), crea y da vida. Porque, así como el pecado siempre resta vigor, envejece y aproxima a la muerte, el perdón recrea y da vida.
Cuando visitamos la cárcel, con frecuencia salimos haciéndonos interiormente preguntas como éstas: “Señor, y esto ¿por qué?”, “¿no habrá otra solución?”, “¿por qué se ha de pagar por el mal hecho, más allá de la restitución?…” Algo semejante a lo que sentimos cuando reclamamos castigo para los violentos, los abusadores, los injustos y aprovechados, sobre todo si hemos sido nosotros las víctimas, o lo han sido gente pobre e inocente. Tenemos claro qué significa la palabra “delito” y que la sociedad ha de castigarlo con justicia según ley (los anarquistas abren las cárceles, pero no dudan de que los dictadores y opresores deben ser encerrados en ellas). A menor escala, pero quizá con mayor intensidad, la convivencia cotidiana está llena de exigencias de restitución de la propia dignidad: “¿Qué se ha creído éste?”; “quien la hace, la paga”, “la cosa no puede quedar así”; “hasta aquí hemos llegado”; “ya verá quién soy yo”; “dale una lección, así aprenderá…”
La segunda parte del Salmo (vv. 6-14) es un reconocimiento de la manera como actúa Dios: “Él no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas”. Su bondad se levanta sobre sus fieles como el cielo sobre la tierra y aleja nuestros delitos como el oriente del ocaso.
Esto es extraño. Consideramos normal que nos cansemos de amar y de perdonar siempre. Quizá no haya otra solución para convivir con las injusticias flagrantes que vemos todos los días. ¿Podemos exigir heroicidades? El caso es que la tercer parte del Salmo (vv. 15-18) dice que los días del hombre (y su capacidad de amar y perdonar) duran lo que la hierba y las flores, que al menor viento se secan, pero, añade
“la misericordia del Señor dura siempre… para los que guardan su Alianza” (vv. 17-18)
Proclamamos la inagotable misericordia de Dios. ¿Sólo para los que guardan su Alianza y cumplen sus mandatos? Aún no conocía este salmista hasta qué punto el amor de Dios es más grande que nuestros amores. Dirá San Pablo: “Alguien podrá morir por un justo, pero ¿quién morirá por un pecador? La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros” (cf. Rm 5,7).
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat