Mons. Antonio Cañizares El próximo día 18 de este mes de enero, comenzará en toda la Iglesia el octavario que cada año dedicamos a orar de modo especial por la unidad de los cristianos. Oraremos hasta el día 25 por esta intención en todas las iglesias. Siempre debemos orar por esta necesidad fundamental, pero de manera particular a lo largo de estos ocho días. Jesucristo mismo, la noche de su Última Cena, oró al Padre por la unión de todos los que creemos en Él: “Padre, que todos sean uno”; y nosotros unimos nuestra oración a la suya, que siempre es atendida por el Padre, porque se hace conforme a su voluntad. La división de los cristianos en diversas confesiones es una llaga abierta en el Cuerpo de Cristo surgida en la historia por nuestra fragilidad humana que se muestra incapaz para acoger el don que fluye de Cristo para permanecer en El, siendo una sola cosa con Él.
Como señalaba el Papa San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica “Novo Millennio Ineunte”, “la triste herencia del pasado nos afecta todavía al cruzar el umbral del nuevo milenio” (NMI, 48). No es esta una cuestión secundaria o para unos pocos interesados, sino exigencia viva para todos los que creemos en Cristo, “en el cual la Iglesia no está dividida” (NMI, 48).
La oración de Jesucristo en la última Cena –después de entregarnos su Cuerpo en el sacramento eucarístico de la unidad, y antes de su pasión redentora para la reconciliación de todos y para reunir a los hijos dispersos en un solo pueblo– “nos revela la unidad de Cristo con el Padre como el lugar de donde nace la unidad de la Iglesia y como don perenne, que, en él, recibirá misteriosamente hasta el fin de los tiempos. La oración de Cristo nos recuerda que este don ha de ser acogido y desarrollado de manera cada vez más profunda. La .invocación ‘que sean uno’ es, a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón. La confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades” (NMI, 48).
Las palabras del Papa San Juan Pablo II no pueden ser más claras. Se trata de un imperativo que nos afecta a todos y siempre, mientras permanezca esta división que un día, por obra de la gracia de Dios invocada en la oración de Jesús, se acabará con toda seguridad. Es la hora de la fe, es la hora de intensificar la oración, es el momento de que de todas las comunidades y de todos los corazones cristianos se alce la plegaria en todas las partes invocando este don de la unidad y de la comunión que constituye a la Iglesia, que es una.
La vocación de la Iglesia es la unidad. Le urge, pues, a la Iglesia buscar con verdadero ardor y empeño la unión de los discípulos de Jesucristo, de cuantos creen en El, para poder ser lo que es. No es una cuestión de segundo orden o que solo afecte a unos pocos dentro de la Iglesia o de las iglesias. Nos afecta sustancialmente a todos los que somos cristianos. Necesitamos redescubrir la esencia el misterio de la Iglesia que se manifiesta en Pentecostés frente a la Babel dispersa y dividida por el pecado, Pentecostés, nacimiento de la Iglesia y sustancia de la Iglesia, es misterio y llamada a la unidad. De que redescubramos esto depende, mucho más de lo que creemos los mismos cristianos, el futuro no solo de la Iglesia, sino de la fe, de Europa y del mundo entero.
A pesar de esta vocación, hay en la Iglesia terribles pecados contra la unidad. Persiste en ella, desgarrándola, la ruptura de la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna que tan trágicas consecuencias ha traído para la humanidad y particularmente para Europa. Las divisiones debilitan la fuerza del testimonio cristiano ante la increencia y secularización de nuestro tiempo, ante tanta indiferencia religiosa y mentalidad pagana como nos envuelve, ante el empuje de los fundamentalismos y de las sectas o ante una religiosidad difusa de espaldas al Dios personal. Estos son los grandes riesgos para el hombre de hoy que solamente podrán ser superados desde el cumplimiento de la voluntad del Señor “Que todos sean uno”.
“Todos, dice el Papa San Juan Pablo II en Tertio Millennio Adveniente, somos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad. Hay que proseguir el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión: «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» Jn 17, 21)”.
Es necesaria una sensibilización fuerte, extensiva e intensivamente, hacia esta herida en la Iglesia; apremia y urge que veamos esta necesidad como necesidad principalísima, y que, por ello, trabajemos por esta unidad, y, sobre todo, oremos por ella a La Trinidad santa, fuente y origen de toda unidad y comunión. Que no pasen estos días desapercibidos del Octavario en las parroquias y en cualquier comunidad cristiana; que no nos desentendamos de esta oración ninguno de los que formamos esta Iglesia diocesana. Que no nos contentemos con la mera inclusión de una súplica en la oración de los fieles. Oremos de verdad, como el Señor oró e intercede ahora con su costado abierto ante el Padre para que todos seamos uno, como El y el Padre son uno, en el Espíritu. Que el nuevo milenio que aún está en sus primeros años preste una renovada atención a esta exigencia tan básica y tan urgente, “para que el mundo crea”. Participemos de todo corazón, activamente, en este octavario de oración por la unidad de los cristianos. Que en las parroquias y comunidades se tenga muy en cuenta y se anime a participar en esta oración, secundando las directrices que ofrezca la comisión diocesana para el ecumenismo.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia