Mons. José Mª Yanguas Queridos diocesanos:
En su pasado mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Paz, el Papa Francisco recordaba algunas verdades fundamentales, de profundo calado, que sirven de horizonte y fundamento para todo empeño por construir un mundo más solidario y fraterno, más humano y cristiano, atento al prójimo, cualquiera que sea, pero de una manera especial al más frágil y necesitado.
Nos recordaba el Papa, en efecto, algo que afecta al ser más íntimo de la persona humana, hombre o mujer que sea. La persona es una realidad “abierta”, llamada a establecer relaciones con los demás y con el mundo que lo rodea. “Las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza”, decía el Papa. Si en la Ssma. Trinidad hay Personas, tres Personas, se debe a que en ella hay relaciones subsistentes. Y dado que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, se entiende bien que el hombre sea un ser en relación con Dios, con los demás y con el mundo que le rodea. Se realiza no como un ser autónomo y autosuficiente, que se basta y sobra a sí mismo. No, muy al contrario; se realiza sólo en comunión con los demás.
Es fácil entonces comprender cómo la persona humana sólo puede existir como tal si está en relación con los demás. La solidaridad y la caridad no son virtudes cuya carencia deje intacto al ser humano en su misma humanidad. Se entiende también, por eso, que el Papa afirme que la indiferencia representa una amenaza para la familia humana, y que dicha amenaza resulta tanto más grave y amenazadora en nuestros días, cuando se hace evidente una cierta “globalización de la indiferencia”. Entiende por ésta una actitud generalizada presente en quienes se aíslan y cierran su corazón para no tomar en consideración a los otros, cierran los ojos para no ver aquello que los circunda y se evaden para no ser tocados por los problemas de los demás.
Con el Año de la Misericordia el Papa Francisco quiere despertar en todos los discípulos de Jesús el empeño por romper el cerco que el egoísmo crea en torno a sí, un cerco que aísla y separa, produciendo desinterés y lejanía respecto de los demás. El cristiano, recordó con expresión firme san Josemaría Escrivá, no puede “vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres”. Sería traicionar la vocación fundamental de la persona humana que está hecha para amar, para recibir amor y para donarlo. Si el cristiano no ama y no ama con obras, fracasa como persona y fracasa también como cristiano. No cabe, en efecto, “realización” ni “plenitud” personal al margen del amor. Las palabras del Apóstol Juan constituyen una perenne advertencia frente a toda tentación conformista y a todo frívolo y fácil acomodamiento: “Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”. Esas obras de amor y servicio a los demás, más que cualquier protesta de amor al prójimo, representan el verdadero test de nuestra caridad. Obras que, animadas por el amor de Dios, deben jalonar las horas de nuestra jornada, sin esperar a que se den grandes ocasiones o circunstancias para su ejercicio. Obras de servicio, de olvido de uno mismo, de comprensión, de paciencia, de escucha de los demás, de detalles de afecto, de respeto por modos de ver distintos de los propios, de comprensión, de escusa y de perdón.
. Al comienzo de un nuevo año es útil volver a considerar estas verdades elementales de vida cristiana, para tratar de vivir con autenticidad este Año de la Misericordia.
+ José Mª Yanguas
Obispo de Cuenca