Mons. Agusti Cortés Nos debe preocupar la palabrería imperante. No sólo la cantidad de palabras que inundan nuestra vida, sino la “calidad” de estas palabras. Los móviles, la comunicación electrónica y los medios audiovisuales, han multiplicado insospechadamente la cantidad de mensajes que nos llegan. Tenemos que sumar los clásicos discursos de la propaganda comercial, de la pequeña cultura y de la política… Lo que realmente nos inquieta es la manipulación del lenguaje, el uso de palabras solamente porque suenan bien y serán fácilmente acogidas: en definitiva es esta falta de autenticidad y verdad, que acaba contagiando la comunicación personal más directa.
Los creyentes sabemos que toda auténtica novedad nace por la Palabra. El paso de la nada al ser, del caos al cosmos, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, se ha realizado por iniciativa y voluntad de la Palabra. El mundo nuevo comenzó efectivamente cuando la Palabra se hizo carne en Jesucristo. Él es la Palabra de Dios. Pero sabemos también que, como dice el Evangelio de San Juan, unos rechazaron esta Palabra (“vino a su propio mundo, pero los suyos no le recibieron”: Jn 1,11); que otros, en cambio, creyeron en ella (Jn 1,12). Estos volvieron a nacer y cuando, a su vez, hablaron, suscitaron nuevos comienzos de un mundo nuevo. Esto sucedió hace más de dos mil años. A partir de entonces comenzó la historia de la Iglesia.
Nosotros queremos ser de los que escuchan y acogen la Palabra, que es Jesucristo. Es voluntad de la Palabra continuar con ellos en las palabras de los que creen en ella, a fin de que el renacimiento del mundo alcance todos los rincones de la tierra y todos los tiempos.
El teólogo E. Schillebeeckx dijo, hace algún tiempo:
«Los hombres somos las palabras con las que Dios narra su historia»
Esta afirmación está bien pensada y merece tres observaciones.
Primera, que este teólogo hablaba de «los hombres», todos los hombres, con sus aciertos y sus errores, sus pecados y sus virtudes. Nosotros añadimos que los creyentes en la Palabra tenemos la responsabilidad de construir esta historia según ella, es decir, como historia nueva y redimida.
Segunda, que no afirma que «decimos palabras», sino que «somos nosotros las palabras». También se refería a todos los hombres, creyentes o no, porque todos hablamos no sólo con lo que decimos, sino también con lo que hacemos. Pero los creyentes, siguiendo el Prólogo del Evangelio de San Juan, sabemos que Él, Jesucristo, «no sólo decía la Palabra», sino que Él era la Palabra. Por ello, al referirse a nosotros, no afirmamos que estamos comprometidos a decir sus palabras, sino a «ser» palabras suyas.
Tercera, que la vida, la historia que vamos haciendo no es «nuestra» historia, sino “su” historia. En cierto sentido, la historia que hacen todos los hombres, con sus aciertos y errores, sus virtudes y pecados, es historia de Dios. Pero los creyentes, que hemos asumido la Palabra, sabemos que, siendo nosotros mismos palabras vivientes, tenemos que hacer que toda la historia hable, comunique, lo que Él dijo e hizo.
Es maravilloso darnos cuenta de que somos «palabras vivientes de la Palabra». Y que, como Ella, somos también «luz en las tinieblas», comunicación en las soledades, amor en los desamores, salvación en las muertes… Estamos tan lejos de la palabrería, que nos parece un sueño irrealizable…
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat