Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
El próximo domingo todos los españoles estamos llamados a ejercer nuestro derecho al voto, con el que elegiremos aquellas personas que, a lo largo de los próximos años, dirigirán los destinos de nuestro pueblo. Es pues un momento de evidente importancia para la sociedad y de innegable responsabilidad personal. El voto es, en efecto, uno de los modos que tiene cada hombre y cada mujer de participar en la vida pública. Se trata de un verdadero derecho, ya que cada uno debe poder tener la oportunidad de decir una palabra en los asuntos que a todos atañen y a todos interesan.
La Iglesia reconoce abierta y sinceramente que su misión no es de orden político, económico o social. No está de más recordar, una vez más, la neta distinción que el Señor mismo estableció entre las cosas de Dios y las cosas del César. No conviene mezclar las esferas o los ámbitos que son netamente distintos. Ni a la Iglesia le están permitidas indebidas injerencias en los asuntos que no son de su incumbencia, ni al estado le está consentido sobrepasar los límites que definen el ámbito de sus competencias.
Pero si es cierto que el fin de la Iglesia es de orden netamente religioso, no lo es menos que de su misión religiosa derivan, como dice el Concilio Vaticano II, “funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et spes, 42). Son dos verdades que no se excluyen ni contradicen; piden más bien ser armónicamente articuladas. La Iglesia, de una parte, en virtud de su naturaleza y de su misión, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema político alguno, económico o social, ni tampoco a ningún partido. Pero, de otra, no es posible olvidar que los asuntos humanos, relativos a la vida política, a la economía o al orden social, no son extraños o completamente ajenos a la vida religiosa. La Iglesia no es indiferente ni mantiene una actitud de equidistancia ante los distintos modos de organizar los “asuntos humanos”. No todos, en efecto, están acordes con la verdad del hombre y de la sociedad. Los cristianos debemos, por eso, tratar de ordenar y gestionar esos asuntos temporales según Dios” (Lumen gentium, 31b). De manera particular los laicos cristianos deben empeñarse en que la ordenación y gestión de dichos asuntos se hagan “conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (ibídem). Como dice muy bien el Concilio, se trata, en definitiva, de lograr que “la ley divina quede grabada en la ciudad terrena” (Gaudium et spes, 43b).
Las palabras del Concilio son claras. Los cristianos estamos llamados a llevar al mundo, a sus estructuras e instituciones el fermento del Evangelio. Es este un modo específico de participar en la tarea divina de la redención de los hombres. Es enteramente lógico que quien ha sido ganado por Cristo, quien acoge su palabra salvadora, la conserva y la guarda como un tesoro en su corazón, la haga fructificar en su vida y en su acción, dando testimonio, con la palabra y con la vida, de su fe.
No podemos olvidar estas verdades elementales cristianas a la hora de elegir los programas y las personas llamadas a ocuparse de los negocios comunes de un pueblo. Si bien, como decíamos, el reino de Dios y el del César no coinciden, no es menos verdad que se puede construir un mundo y edificar un orden social más o menos acorde con los planes de Dios sobre los hombres, sobre la sociedad, el matrimonio y la familia, sobre la persona humana. De tu voto depende, en parte.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca