Mons. Braulio Rodríguez Al reanudar esta comunicación con ustedes en PADRE NUESTRO, después de este mes y medio de verano, me siento apesadumbrado y con tristeza. La razón no está en comenzar el trabajo en septiembre tras unos días de vacaciones; es por comprobar una vez más que fracasamos como hombres y mujeres en acogernos, reconocernos como hermanos por encima de diferencias, y seguimos dando lugar a guerras, muerte de inocentes. Situaciones que no pensábamos ver, como niños muertos en playas malditas o gentes asaltando el tren que les lleva a no se sabe dónde.
Conozco un poco Siria; algunos jóvenes católicos sirios vinieron también a Toledo a los días de la Diócesis en la JMJ Madrid 2011, con sus pequeños dramas; yo viajé a ese país el año de San Pablo en febrero de 2009, visitando también Líbano y una corta incursión en Antioquía en Turquía, donde los discípulos de Jesús fuimos llamados por primera vez cristianos. Fue un viaje en invierno muy impresionante. Recuerdo Damasco, las ruinas de Palmira y, sobre todo, Alepo, ciudad hoy arrasada. No entro en la razón del conflicto y la guerra entre dos bandos en ese desdichado país. Pero sí sé que las grandes potencias no fueron, como de costumbre, muy perspicaces y no afrontaron el problema, sino lo maquillaron y lo siguen haciendo. Y pienso, ¿estas familias, musulmanas o cristianas, que vemos ahora en Centroeuropa, no serán algunas de Alepo o de Palmira o Damasco? Aquellos niños que correteaban con el gran zoco de Alepo, ¿no serán jóvenes que ahora caminan lentamente por caminos en busca de algo mejor que lo que han dejado?
Es el drama, con otro escenario, de las comunidades cristianas en Irak, perseguidos por su fe en Cristo, o la de los subsaharianos que en pateras y con el engaño de las mafias llegan a España en Ceuta, Melilla o en alguna playa del litoral español. Nada les digo del mismo drama en costas italianas o griegas. Y, ¿qué hacemos? Hablar de cuotas de reparto. Reparto, ¿de qué? Son personas y el problema está en ese Medio Oriente, cuyo conflicto no abordamos, no nos vaya a crear problemas a nosotros. Nuestras comunidades cristianas, ¿están dispuestas a ayudar a estas familias, si vinieran aquí, huyendo del horror?
En su lugar preferimos destacar, por ejemplo, que el Papa Francisco ha decidido en el Año Jubilar de la Misericordia la facultad de que todos los sacerdotes puedan absolver del pecado del aborto a quienes lo han practicado y arrepentidos de corazón piden por ello perdón. Gozosa novedad sin duda y que muestra el corazón de la Iglesia, pero que no supone tanta novedad, novedad que sí que está en el texto de la carta del Santo Padre del 1 de septiembre para fijar la concesión de la indulgencia para este Año Jubilar, que comienza el 8 de diciembre en toda la Iglesia. Constato una vez más la ignorancia, espero que no culpable, de tantos profesionales de los medios. ¡Cuántas veces sacerdotes que reciben a los fieles en confesión para el Perdón llaman o al Obispo o al Penitenciario diocesano, que confiesa en la Catedral, para conceder el perdón a quienes han cometido un aborto y están arrepentidos o desconocían que había en para este pecado una excomunión “latae sententiae”, es decir, ipso facto o inmediatamente! No les pienso decir la cifra. Pertenece a la intimidad de los fieles, que siempre será respetada. Que en este Año de la Misericordia los sacerdotes no tenga necesidad de llamar al Obispo es estupendo y muestra qué es lo importante en el sacramento de la Penitencia con la confesión de los pecados: la acogida del Padre que, como en la parábola de Jesús, mira a cada momento a ver su vuelve el hijo que se fue, y lo acoge con fiesta.
Nuestro curso pastoral comienza con este panorama, en el claro escuro de nuestros comportamientos individuales o colectivos, con indiferencias ante el dolor humano, que nos provocan lágrima; con puesta en escena en la sociedad política de problemas un tanto raros o no demasiado reales, que son sin duda problemas, pero opacos al compararlos con los verdaderos o más serios problemas de la humanidad. Pero también con una llamada impresionante del Papa invitándonos a esa experiencia viva de la cercanía del Padre Dios, “como si se quisiese tocar con la mano su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y, así, el testimonio sea cada vez más eficaz”. Estamos invitados.
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España