Mons. Agustí Cortés Allá por el mes de febrero del presente año, escribíamos en estas páginas sobre la llamada “emergencia educativa”. Así denominaba el Papa Benedicto XVI al gran problema que tenemos hoy en relación con la educación de nuestros hijos. Un problema más real y más grave, que reconocido y “sentido” por una mayoría. Solo los más despiertos se dan cuenta de la trascendencia de la educación. Unos lo reconocen desde posiciones ideológicas o desde militancias políticas, cuando saben que todo cambio social pasa por cambios en la educación. Otros lo reconocen desde la simple experiencia, cuando comprueban que los problemas sociales, la violencia, el deterioro de la convivencia, los abusos, las crisis, las injusticias, los vacíos, etc., que los adultos sufren hoy, son, en gran medida, efectos de deficiencias o errores que hubo en su educación.
No es el momento de señalar responsabilidades. Es difícil responder a la pregunta “¿quién educa a nuestros hijos?”. ¿Somos nosotros, los padres, es la escuela, el claustro de profesores, el tutor, o en definitiva el ministerio o la consejería, es Internet, es el ambiente, son los compañeros y los amigos, es el club deportivo?… La formación de nuestros hijos es el resultado de la respuesta que cada uno de ellos va dando a todo un conjunto de influencias que le vienen del exterior. Un hecho muy complejo, que permite afirmar que la educación es realmente una cuestión de alcance cultural.
Pero vayamos por partes. Aunque es un grave error identificar educación con simple enseñanza, nos fijamos ahora en la escuela, el instituto, la universidad. La educación mira a toda la persona; la enseñanza al desarrollo de los conocimientos. Afirmamos que son dos cosas distintas, pero también que no hay enseñanza que no eduque, así como no hay educación sin enseñanza.
Precisamente el problema educativo no ocupa el primer plano de las preocupaciones de la gente, en parte, porque ha habido un progreso real en los medios y los recursos que se han invertido en la enseñanza. Al observar grandes y nuevos edificios, el uso de las nuevas tecnologías, las iniciativas pedagógicas originales, etc., tenemos la impresión de que la educación realmente ha mejorado. Y en efecto ha mejorado, pero solo en un aspecto, no precisamente el más importante.
Gracias a Dios, los cristianos tenemos “la manía de ver más allá”, de ir a los principios y al fundamento de las cosas. Sabemos que una buena educación no es solamente aquella que prepara a nuestros hijos para ser unos profesionales perfectamente equipados en competencias para un oficio. A nuestro entender, la mejor educación es aquella que les construye como personas responsables ante lo que es bueno, bello y verdadero, aquella educación que les capacita para vivir con sentido, libertad, responsabilidad y gozo, no sólo su tarea profesional, sino todos los ámbitos de su existencia. Los cristianos sabemos que no basta con tener muchos instrumentos, sino que hace falta saber para qué se han de utilizar. Los instrumentos (ciencia, técnica, lenguas, medios informáticos, conocimiento, comunicaciones, recursos, etc.) son poder; la cuestión más importante es qué hacemos, qué harán nuestros hijos, con el poder y porqué lo harán, qué sentido darán a su trabajo, a su sexualidad, a su dinero, a su compromiso cívico, a su cultura…
Pensemos y hablemos de ello. Los pecados de omisión se pagan siempre mañana.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat