Mons. Braulio Rodríguez Hay muchas maneras de ser Iglesia. En realidad, la humanidad entera está llamada a ser Iglesia desde que el Hijo de Dios nació de María como uno de nosotros. Los que todavía no la conocen, si quieren hacerlo, creo que se alegrarán de ello y darán gracias al Señor. Nadie será obligado nunca a creer sin libertad en Cristo Jesús. Pero nosotros estamos convencidos de que vivimos en los tiempos últimos y que Jesús es el principio y el fin de todas las aspiraciones del corazón humano y de todos sus hallazgos y creaciones.
Sabemos también que toda esta belleza de Cristo y de su Iglesia puede quedar velada por nuestros pecados y abundantes debilidades. No somos los puros ni los perfectos. Es preciso que tengamos la humildad de reconocer nuestras deficiencias, intentando siempre acercarnos a los orígenes de las primeras comunidades, al vigor y la autenticidad de los verdaderos discípulos. Pero el verdadero progreso de la Iglesia y el aumento de su credibilidad no viene por acomodarnos a la mentalidad y modos de vivir del mundo; sin embargo esto no nos lleva a despreciar a nadie ni a pensar que nosotros somos mejores. El vigor y la fuerza de la Iglesia, su credibilidad y su atractivo ante los hombres y mujeres aumentan a medida que los cristianos nos parecemos más a Jesús y somos más dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo. Ese es el estilo que quisiéramos tener: el de los santos cristianos de todos los tiempos. Nosotros no mejoramos el Evangelio; es él el que nos mejora.
Nos parece fundamental la celebración de la Eucaristía, que nos permite cada domingo entrar en la presencia de Dios de la mano del Resucitado “el primer día de la semana”. También necesitamos el sacramento del perdón, vivir la caridad como la mejor solidaridad, mantener la comunión entre nosotros y con el Papa Francisco. Hoy, en la Europa en que vivimos muchos cristianos han desertado de la Iglesia. Los que seguimos en ella tenemos sin duda culpa de esta deserción, pero no toda, pues el aumento de descreídos y, por ejemplo, de niños sin bautizar o adolescentes y jóvenes que se acostumbran a vivir sin Dios y sin Iglesia tienen también su propia responsabilidad. Muchas familias cristianas han perdido el tesoro de la fe y la dignidad de las virtudes cristianas. Tal vez en ello ha influido que en España los que viven en el balcón de la opinión pública se sienten obligados a silenciar los valores y la importancia de la Iglesia. Sí, en algunos ambientes públicos cae bien críticas a la Iglesia, despreciar la ley de Dios y presumir de descreídos, sin coste político además.
Es una situación compleja, en la que no buscamos unos únicos culpables, pero es cierto lo que una viñeta de un diario español mostraba uno de estos días: alguien camina pensativo y en su frente lleva escrito “Soy cristiano, insultarme es gratis”. Sin dejar, pues, nunca de ofrecer las razones de nuestra fe, somos conscientes por ello de que vivimos la humillación de Jesucristo, cargando con el oprobio y menosprecio que padeció Él (cf. Heb 13, 13-14). Pero también estamos convencidos que, en nuestra sociedad, la vida social en democracia siempre necesitará motivaciones, objetivos y valores (mejor decir virtudes) que ella misma no se puede proporcionar a sí misma con suficientes garantías. Esas virtudes humanas y cristianas las encontramos sin duda en la las comunidades de la Iglesia Católica. Ésta es una aportación no sólo respetable sino beneficiosa, que tiene 20 siglos de historia y que ha fecundado muchísimas de las grandes cosas que tiene nuestro mundo. Por ello es tan importante en nuestro mundo el hogar de vida que es la Iglesia, que sigue siendo memoria de Cristo y anticipación de los tiempos futuros.
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España