Mons. Braulio Rodríguez Estos son días de decisiones tomadas o por tomar de los grupos políticos, cuyos representantes han sido elegidos en las últimas elecciones locales. La democracia asegura la participación de estos ciudadanos en opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien sustituirlos en las siguientes elecciones. Son principios que la Iglesia Católica acepta, pensando siempre que una auténtica democracia es posible solo en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción del ser humano. Y el bien común ha de ser siempre el fin y el criterio regulador de la vida política. Hablo de todos estos principios pensando sobre todo en los católicos y si algún otro piensa que le ayuda. No pretendo dar lecciones a nadie.
Se pide a nuestros políticos, no la Iglesia sino todos los ciudadanos, que no olviden la dimensión moral de la representación obtenida en las elecciones, que consiste en el compromiso de compartir el destino del pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales. Nos interesa menos sus principios ideológicos y mucho más el espíritu de servicio, como dijo Juan Pablo II (Christifideles laici, 42). En realidad la comunidad política se construye para servir a la sociedad civil, de la cual deriva. En mi opinión, importa mucho establecer la distinción entre comunidad política y sociedad civil. La razón es sencilla: la sociedad civil es el conjunto de relaciones y de recursos, culturales y asociativos, que tienen que ser autónomos, al menos en una proporción razonable, del ámbito político y económico. Sinceramente no siempre ocurre esto en España, cuando es justo precisamente que participen todos y cada uno en el bien común según proporción debida.
¿Quién duda que la comunidad política y la sociedad civil, aun cuando estén recíprocamente vinculadas, no son iguales en la jerarquía de los fines? Hay quienes niegan esto, cuando es claro que la sociedad política está esencialmente al servicio de la sociedad civil, esto es, de las personas y de los grupos que la componen (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1910). Cuántos problemas se solucionarían, si esta distinción se observara en nuestra sociedad. Sinceramente: damos demasiada importancia a los políticos, sobre todo cuando éstos piensan que la sociedad civil es un mero apéndice o una variable de la sociedad política. Lo primero es la gente, las personas, la sociedad civil; éstos son los que justifican la existencia de la comunidad política.
Me parece a mí que se tiene poco en cuenta en nuestro tiempo el principio de subsidiariedad, cuando las iniciativas sociales de todo tipo que se realizan fuera de lo estatal, autonómico y local, crea nuevos espacios para la presencia activa y para la acción directa de los ciudadanos, integrando las funciones desarrolladas por el Estado y las otras instancias públicas. En este sentido, el Concilio Vaticano II afirmó solemnemente: ”La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno” (GS, 7); sin embargo esta autonomía no comporta una separación tal que excluya la colaboración: ambas, aunque a título diferente, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres y mujeres.
Libertad de expresión, de enseñanza, de evangelización; libertad de ejercer el culto públicamente; libertad de organizarse y tener sus reglamentos internos; libertad de elección, de educación, de nombramiento y de traslado de sus ministros; libertad de construir edificios religiosos; libertad de asociarse para fines no sólo religiosos, sino también educativos, culturales, de salud y caritativos, son derechos de los que hemos venido gozando todos los españoles desde la instauración de la democracia en nuestra patria. Estoy seguro de que así va a suceder ahora que, tras las elecciones locales, comenzamos un nuevo periodo en la gobernación de ayuntamientos, diputaciones y Autonomía.
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España