Mons. César Franco La escena de la tempestad calmada se ha utilizado a menudo para presentar a la Iglesia como la barca de Pedro, zarandeada por las olas del mar, que, sin embargo, no pueden hacerla naufragar porque Cristo está en ella.
Muchos cristianos, ante las dificultades, acuden a Cristo angustiados y repiten la pregunta de los discípulos: «¿Maestro, no te importa que nos hundamos?» Creen que Jesús duerme, se desinteresa de la Iglesia y la abandona al oleaje de la tempestad. Sin decirlo expresamente, consideran que Cristo debería intervenir constantemente en el acontecer de la Iglesia, de manera que ésta avanzara por la historia del mundo sin zarandeos, en un mar que ha perdido la capacidad de encresparse. Sueñan con un Cristo hacedor de milagros, como aquellos vecinos suyos que le exigían prodigios para creer en él.
Después de calmar la tempestad, Jesús reprendió a los suyos: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?». Esta acusación de cobardía y de falta de fe vale también para los cristianos de hoy que, al no recibir respuesta a sus llamadas de auxilio, piensan que Cristo duerme en la Iglesia. Desean una fe cómoda, facilona, que hace de Cristo un refugio para timoratos y cobardes. Esa fe sólo es una caricatura. Carece de lo esencial: la confianza en Cristo resucitado, que vive en su Iglesia, aunque en ocasiones pueda dar la sensación de que duerme.
Como a los discípulos en la barca, Cristo pone a prueba nuestra fe, nuestra confianza en su promesa de que estará siempre con nosotros hasta el fin de la historia. Basta mirar la historia de la Iglesia para afianzarnos en la certeza de que Cristo nunca nos abandona. Somos los cristianos los que dejamos de tener fe en él y en su señorío sobre el mundo, a pesar de los «milagros» que jalonan la historia de la Iglesia y que la han hecho superar indecibles pruebas. Cismas, herejías, persecuciones, pecados en todos los miembros de la Iglesia, no han hecho naufragar la barca de Pedro. Una presencia invisible y poderosa, certera aunque discreta, oculta pero segura, la del Señor Resucitado, hace salir a la Iglesia de los atolladeros y aprietos de su peregrinación por este mundo.
La fe es un riesgo permanente. Pero no es un riesgo absurdo ni carente de lógica. En el reproche que Jesús dirige a sus discípulos —«¿aún no tenéis fe?»— el adverbio aún da a entender que los discípulos deberían tener una fe sólida, valiente y confiada. Si leemos detenidamente lo que precede al relato de la tempestad calmada, descubrimos que los discípulos habían sido testigos de los milagros de Jesús: la curación de un leproso, de un paralítico, del hombre de la mano paralizada, y otras numerosas curaciones. Vieron actuar a Jesús con un poder y autoridad absolutamente nuevos. Tenían, por tanto, motivos para creer en él. Por eso, Jesús les reprocha su falta de fe, su cobardía, a pesar de que él mismo iba con ellos en la barca.
La fe cristiana no carece de fundamento. Por eso, la pregunta que se hacen los discípulos cuando Jesús calma la tempestad, se refiere a su persona: «Pero, ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!». Es la pregunta clave para depositar la confianza en él. Quien se encuentra ante el reto de creer en Cristo, no da un salto en el vacío confesando la fe, ni hace un acto irracional de adhesión a alguien que no ha dado a los hombres motivos para creer. A lo largo de su existencia terrena, Jesús respondió —con sus palabras y los hechos que las confirmaban— quién era, de dónde venía y hacia dónde quería conducir la barca de Pedro. Pidió a los hombres que creyeran en él, pero no lo hizo sin atarse con ellos a su destino y compartir el cansancio, el sueño, las tempestades de la vida y manifestar en ellas las razones para creer.
+ César Franco
Obispo de Segovia