Mons. Agustí Cortés Por todas partes oímos que los cristianos necesitamos recuperar fuerzas y entusiasmo. Somos invitados reiteradamente a superar todo derrotismo y cualquier actitud pesimista. Se nos dice a veces que la realidad no es tan mala como nos la imaginamos o como la pintan los medios de comunicación. Otras veces somos llamados a recuperar la confianza en formas y procedimientos nuevos más eficaces en la tarea de la evangelización…
Seguramente todos tienen algo de razón, y cualquier intento de reanimación de los fieles y las comunidades será bien recibido. Pero al lado de estas recomendaciones y remedios, a la vista de tantos testigos que desarrollaron una vida radicalmente evangélica y una actividad evangelizadora incansable, uno no deja de preguntarse cómo ellos podían tanto y nosotros tan poco, de dónde manaba su fuerza, cuál era su secreto.
San Antonio María Claret era un pozo de energía evangelizadora inagotable. Una energía que se desplegaba no sólo en su predicación y en la difusión del evangelio por los medios más diversos, sino también en su trabajo pastoral directo, en el ejercicio de responsabilidades eclesiales. ¿De dónde manaba su fuerza? No había en ello ningún secreto, pues era bien público su lema episcopal, que seguramente orientó toda su vida: “nos apremia la caridad de Cristo”.
Podemos reconocer las grandes fuerzas que mueven el mundo: el deseo de vivir feliz (instinto de sobrevivir siendo plenamente uno mismo) y, unido a ello una serie de sentimientos, como el afecto, el odio, el miedo, el placer, la ambición, etc. San Antonio María Claret se movía por el amor.
Aclaremos que aquí la palabra “amor” no significa exactamente uno de los “valores” que, según decimos, se han de perseguir o enseñar a nuestros hijos en una buena educación. Ese “valor – amor” necesita ser definido y casi nadie se atreve a hacerlo. El amor que movía al santo era totalmente concreto: era el amor de Cristo.
Se había dejado inspirar por otro santo lleno de vida, San Pablo, que, hablando de su condición de apóstol, escribió a los cristianos de Corinto:
“Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2Co 5,14-15)
El motor, el estímulo, la fuente inagotable, era un amor concreto, porque no hay mayor prueba de amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama (cf. Jn 15,13). Y era un amor apremiante, porque quien se siente amado así, experimenta una urgencia, una exigencia irrefrenable a corresponder.
Por consiguiente, la vista de un testimonio concreto como es el de un santo, el estímulo, la revitalización, la renovación de fuerzas,
– No vendrá de la consideración de “lo mal que anda el mundo” o de la situación hipotéticamente débil de la Iglesia;
– Tampoco vendrá de la confianza en determinados recursos y en nuestra habilidad para saberlos aplicar;
– Sino, simplemente, de mirar a Cristo y considerar su amor.
Esta experiencia, vivida con sinceridad y hasta sus últimas consecuencias, desencadena una energía capaz de cambiar el mundo. Por supuesto, capaz de cambiar a uno mismo y a la Iglesia. Mejor dicho, es la única fuerza capaz de todo verdadero cambio.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat