Mons. Agustí Cortés Soriano Ante la Eucaristía, el sacramento más importante que nos dejó Jesús, tenemos hoy en la Iglesia un serio problema. ¿El número de personas que participan en la comunión corresponde a un conocimiento y una fe en la Eucaristía mínimamente aceptable?
Nuestras celebraciones eucarísticas son –como debe ser– totalmente abiertas, porque no somos una secta secreta. El número de los que comulgan es muy elevado. Pero muchos, conociendo la realidad, pondrían en duda que este hecho responda realmente a una fe y una vida que pide la misma Eucaristía. Un sacerdote, refiriéndose a este problema en el contexto de las Primeras Comuniones, utilizaba la imagen bíblica de la “perla preciosa” para hablar de la Eucaristía: lo más sublime puede caer en máxima degradación, según sea tratado. De hecho, resulta cómico, si no fuera tan doloroso, observar algunos gestos y palabras en quienes claramente no saben qué están haciendo cuando comulgan. La perla más preciosa, sin dejar de serlo, puede convertirse en el objeto más ridículo, cuando está manchada por el barro. No han faltado en la historia críticas y burlas a la fe en la Eucaristía, provenientes de mentalidades ajenas a la fe de Cristo.
El problema ya se puso de manifiesto cuando Jesús, después de la multiplicación de los panes y los peces, hizo la mayor catequesis sobre el pan de vida: fue un gran fracaso, pues la mayoría de discípulos le abandonaron “escandalizados” (Jn 6, 66-67). Ni sus oídos ni su corazón estaban preparados para acoger aquellas palabras. La pregunta es si hoy la gente se acerca a comulgar, no porque crea las palabras de Jesús, sino porque las ignora u olvida.
Desde que San Pablo nos advirtió de la gravedad de comulgar indignamente, es decir, sin creer en el Cuerpo de Cristo y vivir de acuerdo con esa fe (cf. 1Co 11,27-29), en la Iglesia siempre se procuró reservar la participación plena en la Eucaristía a las personas “iniciadas” o “preparadas”. Así ocurría en la Iglesia primitiva, cuando se practicaban diferentes formas de catecumenado. Era proverbial entre los catecúmenos la práctica de la llamada “disciplina del arcano”: la Eucaristía, el Credo, el Padre Nuestro, sólo se anunciaban a aquellos que “podían entender y vivir su sentido”. En siglos posteriores, hasta épocas recientes, aún entre bautizados, no se aconsejaba ni se practicaba la comunión frecuente, tal era la conciencia de la distancia entre la dignidad del Sacramento y la indignidad del fiel.
Nos encontramos muy lejos de estas prácticas. No pretendemos hacer un juicio moral sobre personas concretas, que apenas conocemos, ni deseamos fomentar una especie de escrúpulo malsano.
Captar mínimamente lo que es la Eucaristía requiere iniciación, conocimiento y predisposición personal. Reconocemos que nadie “es digno” de participar en la Eucaristía; que nadie está a la altura de lo que ella significa y es. Pero al menos, uno puede conocer el sacramento, creer en él e intentar vivirlo; y, antes de comulgar, pedirá perdón y rogará a Jesucristo le conceda el regalo de ser admitido a la Eucaristía por su benevolencia.
La solución no consistirá simplemente en esconder un secreto. Nuestra fe es opuesta a todo esoterismo. Jesús nos dijo que aquello que se nos ha dicho al oído ha de ser proclamado por las plazas; y hemos sido enviados a proclamar a toda la creación lo que Él nos enseñó. Por eso, en muchos lugares llevamos la Eucaristía en procesión por calles, pues el misterio “es para el mundo”. ¿No somos nosotros los primeros llamados a vivirlo? ¿Haremos lo posible para predisponer el oído que nos escucha y los ojos que nos ven?
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat