Mons. Atilano Rodríguez El evangelista San Lucas nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Allí, en un momento de oración con sus paisanos, afirma que lo dicho por el profeta Isaías se cumplen en su persona: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres” (Lc 4, 18).Durante los años de su vida pública, Jesucristo confirma esta primera afirmación con el testimonio de las palabras y de las obras. Además de anunciar la llegada del Reino de Dios con su venida al mundo, muestra especial predilección hacia los pobres, los enfermos y los pecadores. Esta actitud desatará las críticas, falacias y murmuraciones de los escribas y fariseos hacia su modo de proceder.
La Iglesia, desde los primeros momentos, integra en la realización de su misión evangelizadora el anuncio del Reino, la celebración de los sacramentos y la atención a los pobres y marginados. Después de acoger la Palabra de Dios y de participar en la fracción del pan, los primeros cristianos ponían sus bienes en común y los repartían entre los pobres para que nadie pasase necesidad.
En nuestros días, teniendo en cuenta esta especial vinculación de Cristo con los pobres, millones de cristianos en todo el mundo, cumpliendo el encargo del Señor, dedican tiempo, regalan amor y entregan sus bienes para que a nadie le falte comida y vestido. En estos momentos hemos de valorar y admirar la generosidad de tantos hermanos hacia quienes experimentan dolor, sufrimiento y necesidad como consecuencia de la crisis económica y financiera.
Ahora bien, al pensar en la solución de las necesidades de los pobres, antes hemos de ponernos a la escucha del Espíritu. Es importante hacer proyectos y programar acciones para ayudar a los pobres a resolver sus muchos problemas, pero deberíamos tener muy presente que la caridad no consiste simplemente en proyectos o programas de promoción y asistencia.
Como señala nuestro Plan Pastoral diocesano, esto es importante, pero hemos de reconocer y asumir que el Espíritu Santo lo que realmente suscita en nosotros es la cercanía y la entrega gozosa de nuestra vida a los necesitados, considerándolos uno con nosotros y buscando su bien integral. Sólo desde esta cercanía fraterna y cordial podremos acompañarlos en su camino de liberación.
Esto nos obliga a permanecer en actitud de salida misionera y a no cerrarnos en nosotros mismos ni en nuestros problemas personales. El verdadero discípulo sale a las periferias humanas sabiendo que puede equivocarse y asumiendo que no pude dejarse conducir por las costumbres del momento para tranquilizar su conciencia. El cristiano no puede cerrarse sobre sí mismo ni permanecer insensible ante los problemas de los demás, “mientras fuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6, 37) (Eg 49).
La celebración de la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo nos recuerda, entre otras cosas, que la unión con Cristo debe ser al mismo tiempo unión con todos los demás hermanos a los que Él se entrega. Por eso, la participación en la Eucaristía y la comunión del Cuerpo de Cristo, si no lleva al ejercicio práctico del amor a Dios y a los hermanos, es un contrasentido.
Con mi bendición y sincero afecto, feliz día del Señor.
+ Atilano Rodríguez,
Obispo de Sigüenza-Guadalajara