Mons. Salvador Giménez Dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia…” No son palabras mías ni extraídas de cualquier manual de cortesía. Son palabras que el apóstol Pedro dirigía a aquellos que le escuchaban y querían seguir a Jesucristo. Es, por tanto, Palabra de Dios, que la podéis encontrar en 1Pe 3,15-16.
Es una obligación de todo cristiano explicar lo que cree y por qué motivo. No puede permanecer callado si alguien le pregunta por su fe. Siempre ha sido así, desde los consejos de los primeros apóstoles hasta las predicaciones actuales. No hay excepciones. Es una recomendación que sirve para los pastores y para todos los miembros del Pueblo de Dios.
Esa disposición a responder es una consecuencia lógica de la profundización en las propias convicciones o de la meditación y aplicación de la Palabra a nuestra vida. No nos molesta que nos lo recordemos unos a otros como una exigencia evidente de la fe que profesamos.
Se me ocurre hablar de este tema, ahora casi al final de curso, porque me sorprendió la lectura de la contraportada de un libro recomendado por un amigo hace unas semanas. Decía el autor “Este libro es una defensa de las emociones cristianas. Y se titula Impenitente porque no pienso pedir perdón por ello”. Y más adelante insistía: “Creo en Dios, para mí el cristianismo tiene sentido y estoy harto de que ustedes, los ateos y agnósticos, se crean más listos que yo”. Quien esto afirma es un inglés, F. Spufford, profesor de literatura, intelectual progresista que demuestra en las páginas de su libro que se puede ser creyente y vivir en el mundo del siglo XXI sin aguantar que nadie le venga a perdonar la vida.
No se me ocurre en mi caso utilizar la misma provocación hacia los demás. O pedir el cumplimiento de lo mismo que a los creyentes exigen, desde determinadas instancias, de forma reiterada y, a veces, irrespetuosa. Es, desde luego, la explicación razonada de nuestra fe una obligación que hemos aceptado con libertad y que reclamamos con coherencia hasta el final de la vida. Queremos los cristianos intentar cumplir, hasta la última tilde, el mandato del Señor. Y además anunciarlo con fortaleza y paciencia. El papa Francisco añadiría que lo hiciéramos siempre con alegría, mostrando la felicidad en el rostro que, a su vez, es el reflejo de nuestro corazón.
En esta sociedad plural conviven varias cosmovisiones y deseamos, como distintos, tratar y ser tratados con respeto. Todos tenemos el derecho de manifestar y vivir con libertad nuestras creencias y todos podemos ser objeto de preguntas o interpelaciones. Cada uno debe tener y dar sus razones que son similares para creyentes como para ateos y agnósticos. Sin imposiciones ni coacciones por parte de nadie. También sin burlas o desprecios. En ocasiones algunos cristianos tienen la impresión de que su fe es considerada por ciertos sectores como infantil, antigua o inútil para afrontar los problemas actuales. Lo mismo cuando se esgrime la contraposición con la ciencia o la técnica que, por supuesto, alardea de superioridad frente a aquélla. O lo que es peor como la autora de las guerras y los enfrentamientos locales y mundiales. Como si los males de este mundo fueran patrimonio exclusivo de las comunidades creyentes.
Es demasiado fácil e injusto ese análisis. Es mucho más complejo el ser humano y los vectores interiores de su psicología pueden producir maldades insoportables y sublimes solidaridades. A todo esto los cristianos llamamos debilidad y pecado con la contraposición de la confianza y la gracia de Dios que nos ama a todos.
† Salvador Giménez Valls,
Obispo de Menorca