Mons. César Franco Mirada superficialmente, la Ascensión de Jesús a los cielos puede parecer el final feliz de una historia en la que, acabada su tarea en la tierra, retorna al Olimpo sereno y alejado de los hombres. No es así.
Digamos, en primer lugar, que la ascensión no es un viaje por los espacios celestes, los diversos cielos de los que habla la tradición judía. «Los cielos» es una forma de describir la morada de Dios, su inefable y trascendente misterio. La expresión «subir a los cielos» dice lo mismo que la fórmula de san Juan: «volver al Padre». Jesús vino del Padre y retorna al Padre. Pero este retorno tiene una característica especial: el Hijo de Dios asciende a su Padre llevando nuestra carne, de manera que se puede decir que nosotros ascendemos con él, porque sube cargado con nuestra naturaleza humana. Por eso, san Pablo se atreve a decir que Dios, «nos resucitó con él y juntamente nos sentó en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,6).
Cielo y tierra, lo divino y humano, han quedado unidos para siempre. No son dos mundos separados, ajenos uno al otro, sino que en Cristo han encontrado la perfecta y estrecha comunión. En la Ascensión de Jesús a los cielos, sube el hombre con él y alcanza su último destino. Y, al mismo tiempo, Cristo no se desentiende de este mundo, como quien ha pasado por él sin mancharse con su barro. Nada tiene que ver el relato de la Ascensión con los mitos del hombre celeste que baja por un tiempo a la tierra para dar unas cuantas lecciones y volverse sin haberse comprometido con el destino de los hombres. No. El Hijo de Dios tomó nuestra carne y ya no se desprende de ella, la exalta y la glorifica. Y su destino queda vinculado para siempre al destino de los hombres. La Iglesia lo canta en el Prefacio de la misa de la Ascensión: «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino».
San Marcos, un escritor que sorprende en ocasiones por su agudeza de ingenio, después de decir que Jesús «ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios», termina su evangelio diciendo que los apóstoles, siguiendo el mandato de Jesús, «proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban». Un riguroso crítico literario señalaría la contradicción: ¿Cómo puede decir que subió al cielo y a renglón seguido afirmar que actuaba con ellos como si fuera uno más del grupo apostólico? El verbo griego que utiliza san Marcos para decir que Jesús actuaba con ellos es mucho más rico y expresivo: es el verbo del que procede una palabra muy de moda en el mundo de la empresa: sinergia, unión de fuerzas. No hay mejor palabra para mostrar que el misterio de la Ascensión de Jesús a los cielos no rompe la estrecha unión con los suyos; más aún, la fortalece. El Cristo glorioso sigue actuando, viviendo con los suyos, uniendo sus fuerzas a las de quienes son sus testigos cualificados y ministros del Evangelio. Ciertamente ha subido al Padre, pero, al mismo tiempo, sigue actuando, con la sinergia del Espíritu, en quienes quedan en la tierra para continuar su misión, una misión —proclamar el Evangelio a toda la tierra— que sería imposible llevar a cabo por los apóstoles si les faltara la fuerza de quien es el Señor de la Historia, el Cosmocrátor que ha vencido el pecado y la muerte.
Desde una perspectiva más próxima a nuestra mentalidad, sería más razonable decir que los apóstoles cooperaban con Cristo en su misión. Sin embargo, san Marcos no olvida que Jesús sigue siendo el protagonista de la salvación y que ésta sólo es eficaz si él une su fuerza a la de los suyos, en una sinergia indestructible que le permite seguir actuando en el mundo, del que no se ha ausentado al regresar al Padre.
+ César Franco
Obispo de Segovia