Mons. Juan José Omella Obras de misericordia
Hoy, en el marco del Jubileo de la Misericordia, quiero hacer referencia expresa a “las obras de misericordia”, las que de niños repasábamos en la catequesis y que con tanta frecuencia han sido argumento de la predicación de nuestros sacerdotes. El enunciado, independientemente del número, no ha perdido actualidad, ni la puede perder.
El Señor dejó muy claro que “a los pobres los tendréis siempre con vosotros, y podréis socorrerlos cuando queráis, pero a mí no me tendréis siempre” (Mc 14, 7). Sin pretender hacer un estudio sociológico sobre esta aseveración taxativa de Jesús, me limitaré a recordar cómo ya en el libro del Deuteronomio (finales del siglo XIII antes de Jesucristo) se afirmaba que “nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11). Esta apreciación sigue siendo absolutamente válida.
El Catecismo de la Iglesia Católica define las obras de misericordia como “acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales” (n. 2447). Y de una manera muy gráfica nos dice que “instruir, aconsejar, consolar, son obras de misericordia espirituales, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia”. Y continúa el Catecismo: “Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos”. Significativamente este punto del Catecismo habla aparte de la limosna hecha a los pobres, a la que califica como “uno de los principales testimonios de la caridad fraterna, y también una práctica de justicia que agrada a Dios”.
Es cierto que a la hora de dar limosna – estoy pensando en la calle, en las puertas de las iglesias – hemos de actuar con caridad … y con sentido común. Y no es menos cierto que la posibilidad de sentirnos engañados nos puede retraer de la vivencia de algo que agrada a Dios. Yo me permitiría sugerir que acudamos a Cáritas diocesana, a la parroquia, donde nos sabrán aconsejar los muchos voluntarios y voluntarias que llevan ya muchos años dedicando su tiempo y sus talentos en la ayuda de las familias que necesitan de nuestra ayuda.
Me parece muy estimuladora una anécdota que cuenta el Catecismo a con Santa Rosa de Lima de protagonista. Un día “su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, y Santa Rosa le constató: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús”. No podemos ni debemos escudarnos en nada que nos prive de ayudar a los necesitados.
Si bien es cierto que nuestro testimonio de que amamos a Dios pasa porque amamos al prójimo, concretado en la ayuda a los necesitados, no es menos cierto que tenemos incontables oportunidades de hacer la vida más agradable a los que nos rodean, los que viven a nuestro lado, y que también han de ser “pequeños” para nosotros: el marido, la mujer, los hijos, los padres, los abuelos, los vecinos, etc. A ellos les hemos de sufrir con paciencia, su carácter, su manera de ser, de pensar. A ellos hemos de perdonar y de pedir perdón, una obra de misericordia que el Papa Francisco valora mucho porque es vital para la convivencia.
Y algo parecido habría que decir de aconsejar, consolar, confortar, detalles pequeños que merecieron el reconocimiento del Señor en la parábola de los talentos: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco (en lo pequeño), entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 23).
En el próximo número haré referencia a algunas de las expresiones que arroparon el mensaje de misericordia que vivió Santa Teresa, cuyo Vº Centenario de su nacimiento estamos celebrando.
Con mi afecto y bendición,
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño