Mons. Salvador Giménez Todos los católicos conocéis de sobra la importancia de los sacramentos para la vida cristiana. Son imprescindibles para la relación de cada uno de nosotros con el Señor, impulsan y alimentan la vida eclesial y, además, consiguen fortalecer el anuncio constante del Evangelio al mundo que nos rodea e interpela.
Los siete sacramentos nos acompañan a lo largo de nuestra propia historia personal y nos hacen confluir en el dinamismo de la Iglesia que nos acoge en un primer momento que llamamos de iniciación cristiana con el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, más tarde, y para siempre, nos ofrece la Penitencia y la Unción de Enfermos como remedio de nuestros males físicos y espirituales; los dos sacramentos restantes, el Matrimonio y el Orden Sacerdotal, marcan la vocación y el camino de nuestro servicio a la comunidad eclesial y a toda la comunidad humana.
Quiero recordar hoy los sacramentos de la iniciación por cuanto en el tiempo de la Pascua todas las comunidades cristianas viven con intensidad y mucha alegría la celebración de la Primera Eucaristía que se sitúa en la infancia y la de la Confirmación en la adolescencia. Una inmensa mayoría ya ha recibido el Bautismo a los pocos meses del nacimiento y los padres han procurado a sus hijos una adecuada educación en la fe en el ámbito familiar y han querido participar de la preparación próxima en las catequesis parroquiales donde se les introduce también en el sacramento de la Penitencia para que aprendan a reconocer los pecados y recibir el perdón de Dios.
Cuando quedan unidos los dos elementos, la debida importancia de cada uno de ellos y el esfuerzo continuado de preparación, surge de una forma natural la fiesta, el encuentro familiar y la alegría de la comunidad. Si a esto añadimos la impronta de las generaciones inmediatamente anteriores, nos encontramos con una manifestación externa no exenta del riesgo de la apariencia, sin haber profundizado en los aspectos fundamentales del sacramento que conduce al encuentro personal y comunitario con el Señor. Si solamente tenemos en cuenta los riesgos y las dificultades de todo tipo que rodean la participación en los sacramentos podemos deslizarnos por la pendiente del desánimo y de la parálisis. Y los cristianos estamos hechos de esperanza; algunos dirán de optimismo vital. Tenemos en el centro a Jesucristo resucitado que nos abre las puertas de la alegría y de la felicidad permanente. Los sacerdotes y los catequistas somos vasijas de barro en manos del Señor y a disposición de niños y padres a quienes ayudan a descubrir la fe.
No temáis celebrar la fiesta familiar y parroquial. Sólo por esto último ya vale la pena el esfuerzo y la solicitud de tantos de vosotros en la dedicación y entrega a los niños y jóvenes. Continuamente sembráis el amor a Jesucristo en sus corazones y les invitáis a una preocupación constante por sus hermanos. Es justo por parte de toda la Iglesia diocesana agradecer este servicio.
En mi caso no tengo suficientes palabras para hacerlo. Os pido que pongáis cada día más alegría en la tarea y que, valorando las ventajas e inconvenientes de cada acción pastoral, seáis personas confiadas y esperanzadas en la acción del Espíritu. Colaborad con las familias en esta dirección.
† Salvador Giménez Valls,
Obispo de Menorca