Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
La octava de Pascua es la continuación del día mismo de la Resurrección del Señor. Forma con él como una única realidad. Son días en los que la alegría de la Resurrección lo invade todo. La Iglesia se deja embargar por los mismos sentimientos que llenaron el corazón de los Apóstoles ante el hecho de la Resurrección de su Señor: alegría, estupor, asombro, admiración, temor…
Pero la Cruz acompaña la vida de la Iglesia y de los cristianos hasta en los momentos de mayor gozo. La celebración del gran misterio de la Resurrección, del definitivo triunfo de la vida sobre la muerte; la alegría desbordante de los que han recibido el Bautismo durante la Vigilia Pascual y la gozosa consideración de nuestra condición de Hijos de Dios, se ha visto nublada estos días con la noticia del brutal asesinato de decenas y decenas de jóvenes cristianos en la universidad de Garissa, en Kenia, a manos del inhumano y brutal fanatismo de los yihadistas.
Una vez más, un numeroso grupo de personas inocentes, de hombres y mujeres, ha sido asesinado por el único motivo de profesar la fe cristiana. Sólo por eso. No hay motivos de condición social, de raza, de lengua, de sexo, estado civil o edad. Asesinados por el único “delito” de ser cristianos. Como un macabro aviso, una cruel advertencia, un amedrentamiento pretendidamente eficaz, aviso de futuros actos del mismo género para quienes no quieren rendirse a la violencia.
Los hechos repetidos en mayor o menor escala producen hondo dolor, acompañado por un gesto de impotencia, de extrañeza por el desatino y la sinrazón que en ellos se esconde, de reprobación por su inhumanidad; pero también de enorme sorpresa por la indiferencia con que parece contemplarlos buena parte de lo que llamamos primer mundo. Y no me refiero naturalmente sólo al hecho que motiva estas líneas. En estos tiempos, son muchos, en efecto, los cristianos masacrados, en ocasiones durante una celebración religiosa; otros obligados a exiliarse lejos de las tierras que han ocupado durante siglos, o privados de un techo bajo el que cobijarse, o reducidos a condiciones inhumanas: Nigeria, Irak, Siria, Kenia, India…, son escenarios que viene contemplando periódicamente el sacrificio de hermanos nuestros en la fe.
La Iglesia honra como mártires a aquellos hijos suyos cuya sangre es derramada por el único motivo de ser cristianos. Hombres y mujeres que, en circunstancias adversas, no ocultan su fe, la profesan con sencillez y dan testimonio de la Verdad. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe”. Hoy como ayer, como en los primeros siglos de la vida de la Iglesia, muchos cristianos arriesgan sus vidas por defender su fe y su libertad para profesarla. Hoy podemos hablar también de verdadera persecución de los discípulos de Jesús. Se cumple así una predicción-promesa del Señor: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Los mártires son para nosotros ejemplo y estímulo.
Si sentimos orgullo por la fidelidad hasta la muerte de tantos hermanos nuestros en la fe, cuyo ejemplo sacude nuestra cómodo seguimiento del Evangelio que, a menudo, se traduce en infidelidades y negaciones prácticas, experimentamos al mismo tiempo el deber de interesar a todos los hombres de buena voluntad por su suerte, de promover un vivo rechazo por hechos de ese género, de pedir que se respete la conciencia de cada persona humana y de requerir la intervención de los organismos internacionales en favor de quien se ve perseguido, maltratado y asesinado por razón de su fe.
+ José María Yanguas
Obispo de CUenca