Mons. Agustí Cortés La noche de Pascua nos hemos visto sumergidos en el agua de nuestro bautismo. Aquella agua significaba las aguas primordiales de nuestra creación, las de nuestro diluvio, las de nuestro paso del Mar Rojo, las del templo que manaban sanando nuestro mar de muerte, las que hacían florecer nuestro desierto, las de nuestro Jordán…
El escritor C. S. Lewis un día se zambulló con su amigo Berfield en el Támesis. Fue el momento en que, salvando el miedo al abismo, aprendió a nadar. Supuso para él un gran cambio vital. ¿Qué le ocurrió? Hallamos la respuesta en una de sus obras más emblemáticas, El regreso del peregrino. En ella plasmó admirablemente con una inmensa metáfora la historia de su propia búsqueda de la verdad. John, el protagonista, camina maltrecho, lentamente, tratando de salvar un abismo.
Madre Kirk le ve descender lentamente por el precipicio. “He venido a entregarme – dijo – .Está bien – dijo Madre Kirk –. Has dado un largo rodeo para llegar a este lugar, al que yo te habría traído en tan solo unos instantes. Pero está muy bien. – ¿Qué tengo que hacer? – inquirió John. – Tienes que quitarte los harapos – dijo ella – y luego tienes que sumergirte en estas aguas. Desgraciadamente – respondió él – nunca aprendí a nadar. No hay nada que aprender – dijo ella –. El arte de bucear no reside en hacer nada nuevo, sino simplemente en dejar de hacer algo. Sólo tienes que dejarte llevar”.
Joseph Pearce, un especialista en la obra de Lewis escribirá:
“El acto de aprender a nadar fue para él la encarnación de la metáfora que el salto de la fe requería para un conversión religiosa. La incapacidad de nadar se relacionaba con el deseo de supervivencia, una metáfora a la vez del pecado de orgullo, mientras que la primera zambullida exitosa suponía el abandono del miedo centrado en sí mismo, imagen de la virtud de la humildad… La humildad no se aprende, se adquiere a base de abandonar el orgullo. Desaprender el orgullo es la llave para alcanzar la humildad y, con la gracia, el requisito previo para la conversión.”
No sólo la noche de Pascua, sino todo el tiempo pascual y, por extensión, toda nuestra vida, está empapada del agua bautismal. Por ella nos viene la salud.
Pero, aún la medicina que nos receta el médico debe ser tomada. Más aún si se trata de “la medicina de la vida”. El acto de fe que ha de acompañar a nuestro bautismo es talmente un “zambullirse” en el río. Antes se despiertan mil objeciones. “Tengo miedo, ¿quién me asegura que no me hundiré? No sé nadar, mejor pisar tierra firme, donde puedo dominar la situación…». He aquí que creer es fiarse, previo despojo de “nuestros harapos”, el vestido roto por nuestros prejuicios y miedos, maltrecho a causa de nuestros vanos esfuerzos por construir la verdad. Y este despojo se llama humildad.
Esta humildad que constituye la condición para la alegría de la Pascua, la habremos adquirido quizá acompañando a Jesús en su Pasión y Muerte. De eso se trataba. Por eso cada celebración de la Pascua es un verdadero renacer, como quien surge del agua purificado, reconfortado, con nueva vida.
C. S. Lewis se convirtió al cristianismo, viniendo de un agnosticismo de juventud y edad ya adulta, aunque había nacido en un ambiente protestante clásico. Nosotros quizá venimos de la fe, pero ¿no necesitamos todos lanzarnos una y otra vez a las aguas purificadoras, que devuelven la vida? ¿No urge que nuestra fe se rejuvenezca y rebrote, como nueva primavera?
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat