Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
Nos encontramos ya bien adentro de este santo tiempo de Cuaresma, que Dios nos regala como momento de renovación, de purificación y de conversión para toda la Iglesia, para cada una de las comunidades cristianas y para cada cristiano. Permitidme que traiga hoy a vuestra consideración algunas de las reflexione del Papa Francisco en su Mensaje para la Cuaresma de este año. Os ruego que las hagáis objeto de vuestra oración y examen, para poder extraer –vosotros y yo− consecuencias concretas para nuestras vidas.
El Santo Padre nos recuerda que “uno de los desafíos más urgentes (…) es el de la globalización de la indiferencia”. Es un tema sobre el que vuelve con frecuencia. La indiferencia como una actitud profundamente egoísta. Una actitud radicalmente contraria a lo que constituye el centro del Evangelio: el anuncio de un Dios que es amor y misericordia para la humanidad entera y para cada hombre. Los cristianos debemos empeñarnos en vencer este mal de la indiferencia que alcanza ya dimensiones mundiales.
Debemos hacerlo poniendo nuestra mirada en Dios para percatarnos, una vez más, de que no es indiferente al mundo y la historia de los hombres. No le somos indiferentes. Dios no ha querido encerrarse en su propia felicidad, plena y eterna, en los cielos; primero con la creación primero y después con la Encarnación, ha dado acceso a los hombres al misterio de su ser para hacernos participes de su bienaventuranza.
El mandamiento de la ley nueva que Jesús proclamó tiene que ver con la apertura de corazón a Dios y a los hombres, con el mandamiento del amor fraterno. De un lado la indiferencia egoísta, la cerrazón mortal de uno en sí mismo que se traduce en desinterés, en desafecto en descuido por todo lo que está más allá de los límites del propio yo. De otra parte, la caridad, el amor al prójimo que tiene su fuente y origen en el amor de Dios. Frente a la indiferencia, frente a la dura costra del egoísmo que amenaza con borrar la huella de Dios en los hombres, la caridad que renueva en nosotros , continuamente, la imagen y semejanza de Dios, que es amor,
La indiferencia ante la suerte de los demás es consecuencia del egoísmo, del encerramiento de uno en sí mismo, del no tener ojos ni oídos más que para sí, que nos hace incapaces de oír los gritos de dolor de los demás, sus necesidades o las injusticias que sufren. El egoísta es indiferente para todo lo que no sean sus cosas. “Lo de los demás” le resbala: lo de su mujer o marido, lo de sus hijos, lo de los vecinos, lo de los demás en general. El indiferente está como aislado en su castillo, rodeado de murallas, de empalizadas, para impedir que nadie lo tome, lo ocupe o domine. La Cuaresma, en cambio, nos llama a dejarnos “ocupar” por los demás, a no pertenecernos, a donarnos, a salir de nosotros en auxilio de quien lo necesita. En este tiempo pedimos al Señor un corazón nuevo que sepa decir sinceramente: lo tuyo me interesa; tú, tus cosas, tu salud, tu dolor, tu esperanza, tu alegría, lo que te pasa, tu felicidad me ocupa y me preocupa. Tu suerte es, en buena medida, mi suerte.
Eso es comportarse como hijo de Dios, de un Dios que es eternamente feliz y, sin embargo…, por así decir, “se busca problemas”; busca nuestros problemas, nuestro dolor, nuestros sufrimientos, para resolverlos, sanarlos, curarlos. Como dice el Papa, “Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre”. Por eso nos pide, como individuos y como comunidad cristiana, que vivamos esta Cuaresma como un camino de formación del corazón según el modelo de Jesucristo. A cada uno toca concretar los gestos de caridad con los que mostrar el interés por los demás, la discreta y respetuosa participación en sus vidas y en sus cosas, capaz de fundir el hielo de la indiferencia con la caridad.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca