Mons. Juan José Omella La Cuaresma ha sido definida con todo acierto como el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia como preparación a la gran fiesta de la Pascua. Se trata de 40 días en los que Cristo, de manera especial, nos invita a cambiar de vida, escuchando su Palabra, orando, compartiendo con el prójimo y llenando nuestras vidas de buenas obras. La Cuaresma debe ser un cambio en nuestra vida, en nuestra conducta, en nuestro comportamiento; en suma, un cambio en nuestras actitudes.
El Papa Francisco nos ha propuesto para este año una meta singularmente atractiva: “luchar denodadamente contra la indiferencia”. Nos viene a decir con toda claridad que en este “tiempo de gracia” que es la Cuaresma Dios, que no es indiferente a nada que tenga que ver con nosotros, que nos conoce por nuestro nombre y que nos cuida, nos está urgiendo a no caer en la indiferencia. Hay tanto mal en el mundo que podemos caer en la tentación – si no hemos caído ya en ella – de quedarnos fríos ante tanta destrucción, tanta muerte, tanta hambre, tanta injusticia, como nos rodean. Ante las noticias tristes, deprimentes, a menudo aterradoras, que afectan a muchos países de los cinco continentes, reaccionamos ya con indolencia, apatía, insensibilidad. O, tal vez, lo más apropiado sería decir que ya no reaccionamos de ninguna manera.
“La indiferencia, dice el Papa, hacia Dios y hacia el prójimo es una tentación real, también para los cristianos”. De ahí que necesitemos recordar – sería una buena Cuaresma si lo hiciéramos – que Dios no es indiferente ante nosotros, ante lo nuestro; que con su Encarnación, con su vida, con su muerte y con su Resurrección, todo lo nuestro lo ha hecho suyo. Qué espléndidamente nos lo concreta el apóstol de los gentiles: “Si un miembro sufre, todos sufren con él” . La Iglesia, que es el Cuerpo Místico, real, de Cristo, nos hace a todos sus miembros algo propio, de sumo interés. Esta misma actitud de sensibilidad ante los que nos rodean nos exige la consideración de la Iglesia como”conmunio sanctorum” que, en palabras del Papa, “no es sólo la comunión de los santos sino la comunión de las cosas santas”. Nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos.
Me ha llamado la atención el cariño y la preocupación que manifiesta el Papa Francisco en esta alocución de la Cuaresma 2015 cuando dice que esa bendita unión la hemos de vivir con los que viven lejos, en situaciones extremas, y con los que viven cerca, a nuestro lado, en nuestras parroquias y en nuestras comunidades. Y así el Romano Pontífice se pregunta y nos pregunta: “En nuestras parroquias, ¿tenemos la experiencia de que formamos un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar?¿ Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada?”.
¡Con qué fuerza y con qué cariño pastoral concluye el Papa su pensamiento! “Queridos hermanos y hermanas: cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular en nuestras parroquias y en nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”.
Termina el Papa pidiéndonos que este tiempo de Cuaresma lo vivamos como “un camino de formación del corazón”, que decía Benedicto XVI en “Deus caritas est, 31”. Que lleguemos a tener un corazón misericordioso, fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios.
Os deseo una Cuaresma que dé sentido a nuestra vida cristiana y nos permita llenar nuestras manos de buenas acciones, gratas a Dios y beneficiosas para nuestros hermanos. Pido para vosotros y para mí que el Señor, como final de esta Cuaresma 2015, nos dé un corazón en todo semejante al suyo, sobre todo en la misericordia.
Con mi afecto y bendición,
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño