Mons. Esteban Escudero Con la celebración del Miércoles de Ceniza, hemos comenzado un período de cuarenta días de preparación para las fiestas más solemnes del año litúrgico, la Semana Santa y la Pascua de Resurrección. Durante la Cuaresma la Iglesia, y con ella cada uno de los fieles cristianos, debemos revisarnos sobre cómo va nuestro seguimiento de Jesucristo. Es la llamada a la conversión, propia de este tiempo penitencial.
En el lenguaje del Antiguo Testamento, la palabra “conversión” expresa la idea de un cambio radical de dirección, literalmente “andar en dirección opuesta” al camino que se llevaba anteriormente. El pueblo de Israel, marcado por infidelidades colectivas e individuales a la Ley de Dios, debe enmendar su conducta y cumplir los mandamientos prescritos por Dios. En el Nuevo Testamento, la conversión constituye un tema central de la enseñanza de Jesús. San Marcos, en su Evangelio, resume así la predicación del Señor: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). El cambio de mentalidad en la persona que desea apartarse del mal es la condición previa que pone el evangelista para poder acoger la buena nueva de Jesucristo. Por su parte, San Lucas (Lc 15, 4-31), subraya la importancia de la conversión particularmente en las tres parábolas de la misericordia divina (la oveja perdida, la moneda perdida y la del hijo pródigo). El arrepentimiento que permite alcanzar el perdón de los pecados, no es un acto meramente intelectual, sino que abarca a todo el hombre y debe conducirlo a un cambio radical de su vida.
La conversión que nos pide cada año la Cuaresma significa para el cristiano no sólo un cambio de la mentalidad, que confronta nuestra vida con las enseñanzas del Evangelio, sino también una decisión de la voluntad para encontrarse con Jesucristo y comprometerse a vivir según su mensaje de salvación. Por eso, si queremos vivir con verdad nuestra fe, tenemos que preguntarnos si la invitación a la conversión, anualmente repetida, ha sido realmente eficaz en nuestra vida espiritual o, por el contrario, ha sido muchas veces solamente un buen deseo, ausente de cualquier tipo de cambio personal.
No deja de ser decepcionante, religiosamente hablando, que personas que escuchamos con frecuencia la palabra de Dios en la misa o que intentamos tener ratos de oración personal con el Señor, sigamos año tras año con la misma mentalidad mundana de siempre y con los mismos egoísmos y pecados. Ciertamente, el progreso en la vida espiritual es siempre y principalmente obra de la gracia de Dios que actúa en nosotros; por ello, la actitud fundamental del cristiano es pedir al Señor que vaya cambiando nuestra vida, que nos vaya convirtiendo a él. Pero, tampoco es menos cierto que normalmente la gracia de Dios no actúa eficazmente en nosotros si no ponemos de nuestra parte ciertas condiciones que nos permitan colaborar con la actuación interior del Espíritu de santificación. Es quizás ahí donde podríamos mejorar en este tiempo de conversión cuaresmal. No se trata de pasar de una vida de pecado mortal a la santidad perfecta, sino de ir progresando gradualmente en el amor a Dios y en la entrega desinteresada al bien de los hermanos.
Tres son las formas que tradicionalmente se nos proponen como penitencia cuaresmal: la limosna, la oración y el ayuno (Mt 1-6.16-18). Pero, posiblemente, estos tres medios tal como los entendemos muchas veces, no ayudan demasiado si no vamos a su sentido original como actitud global de conversión, de oración y escucha de la palabra de Dios y de generosa caridad para con los necesitados.
La limosna con frecuencia se entiende como la ayuda ocasional al pobre, dándole unas monedas. La limosna que cambia el corazón es, como indica el papa Francisco, la atención a las necesidades del prójimo, especialmente de los pobres. «Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social. “La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos”» (EG 201).
La oración que cambia nuestra mentalidad, marcada muchas veces por la cultura secularizada de nuestra sociedad, debería revestir la forma tradicional de la lectura orante y diaria de la Palabra de Dios, la «lectio divina» practicada desde hace siglos en la Iglesia. Afirma el papa Francisco: “Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. La «lectio divina» consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve… En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?” (EG 152-153)
Finalmente, el ayuno. En la tradición hebrea, el ayuno no sólo es entendido como abstención de comida o de bebida, sino ante todo como voluntad de arrepentimiento y súplica de la misericordia de Dios. «Avergonzarse de los propios pecados -dice el Papa Francisco- es la virtud del humilde que prepara a acoger el perdón de Dios». El ayuno en nuestros días debería ir acompañado de un sincero y completo examen de conciencia, a la luz del Sermón de la Montaña (Mt 5-7), para redescubrir el sentido del propio pecado y, consiguientemente pedir el perdón de Dios, a través del ministerio de la Iglesia, en el sacramento de la reconciliación.
Sólo este compromiso global de sentimiento de culpa y petición de perdón por no cumplir debidamente las exigencias del Evangelio, esta meditación diaria de lo que Dios ha hecho por nosotros y de esta respuesta amorosa a través de la oración contemplativa y la voluntad continuada de servicio a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados, puede cumplir las exigencias de una auténtica conversión cuaresmal, a fin de dejar que la gracia de Dios actúe en nuestras almas.
+ Esteban Escudero
Obispo de Palencia