Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
Quizás pueda ser útil volver, siquiera brevemente y sin ánimo de polemizar, sobre un asunto que pocas semanas atrás fue objeto de amplio debate público, del que se ocuparon los medios de comunicación y en el que tomaron parte muchos de aquellos que habitualmente intervienen en esos esos debates o llenan las páginas de opinión en los diarios y revistas.
Se trata, como en muchas otras cuestiones, de la armonización de derechos y deberes que parecen no tener vuelta de hoja y que se apoyan, unos y otros, en sólidas razones. Como ya se habrá adivinado, me estoy refiriendo al caso de los periodistas parisinos salvajemente asesinados. La condena del brutal comportamiento fue unánime al menos en los medios de comunicación occidentales; condena sin paliativos por parte de todos aquellos que consideran la libertad de expresión como uno de los principales derechos fundamentales de la persona, y también por parte de cuantos condenan, sin reservas de ningún tipo, comportamientos violentos con los que se pretende hacer justicia “por cuenta propia”.
No faltaron tampoco quienes condenando decididamente los asesinatos y sin querer justificar en modo alguno a los autores, hicieron notar que no se podía eludir una pregunta que los hechos violentos, reprobables, no dejaban sepultar. Se trata de la cuestión de los límites de la libertad, una cuestión que acompaña necesariamente a cualquier reflexión sobre la libertad misma. Y es que si la libertad de la persona humana es una prerrogativa suya, y de las más esenciales, si es expresión exacta de su dignidad, cualidad inalienable de su ser hombre, de su naturaleza, no podemos olvidar tampoco, que la condición “social” de la persona le pertenece de manera radical, es decir, está en la misma raíz de su particular modo de ser. Quiero decir, que ese ser libre que es el hombre no puede olvidar su condición de ser social, de ser que convive con otras libertades, con otros seres libres, con derechos que deben ser respetados. De manera que la convivencia de los hombres exige la armonía entre los derechos de todos: mi derecho como hombre libre debe armonizarse con mi deber respecto de los demás seres libres. Y eso, parece, no puede ocurrir si no se admiten unos ciertos límites a la libertad de cada uno. Para que no se entienda mal lo que digo: se habla de límite de la libertad para precisar el tipo de libertad que el hombre tiene. La libertad del hombre no es absoluta, está limitada por su ser mismo. No somos Dios, nadie es el Absoluto, en posesión de una libertad omnímoda. Nuestra libertad está limitada por lo que somos y por lo que los demás son. Tengo deberes respecto de mí mismo y de los demás que “limitan” mi libertad; esos límites señalan la justa y exacta naturaleza y dimensión de mi libertad.
No soy libre, “no puedo” privar de libertad a otro como yo: no puedo quitarle sin más la vida; no tengo derecho al insulto, al mal trato físico o moral; no tengo derecho a herir los sentimientos más nobles y hondos de las personas, a mancillar su fama, a calumniarlas, a hacerlas objeto de befa que termina con el desprecio o menosprecio de las mismas. Estas son, en realidad, formas de violencia que se ejercen contra personas humanas. No tengo derecho a ellas. La libertad humana tiene límites. Entre otros, y no en último lugar, los que representan los derechos de los demás. Si no se admite esto, me temo que se hace inviable una sociedad justa, una sociedad en la que se da a cada uno lo suyo, lo que le es debido. El “haber” de cada uno representa un “deber” para los demás. La pacífica convivencia es cuestión de armonía entre uno y otro.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca