La tradición cristiana siempre ha vivido el gesto de visitar a los enfermos como una obra de misericordia. Acercarse con discreción y brevedad a una persona que experimenta su propio límite físico, y que tiene como añadido esa serie de concomitancias: dolores, incertidumbre, soledad íntima, miedo quizás… Como Arzobispo lo hago cuando me entero de alguien cercano que ha sido hospitalizado o que convalece en su propio hogar. Pero esta vez se ha dado una importante novedad: yo he sido el visitado, yo he experimentado mi propio límite con la hermana enfermedad como diría San Francisco.
Mi intervención quirúrgica en el riñón en estos días pasados, me ha impuesto por primera vez vivir esa circunstancia que nunca es prestada ni imaginada hasta que la sufres en tu propia carne. Lo primero que descubres es que tu agenda es sumamente frágil, por más que fueran importantes los eventos apuntados en ella. Hay algo más importante todavía: tu propia vida. Dios quiere más a tu vida que a tu agenda, y te lo hace saber cuando prescinde de ésta para tomar en sus manos aquélla más todavía.
Dios tiene unas manos grandes de Padre bueno, cuyos dedos se alargan hasta las manos de quienes te curan: médicos, enfermeras, personal sanitario, gerencia y administración de un centro hospitalario. Es hermoso verte en tan buenas manos, que han sabido poner al servicio de tu bien y curación todo lo que de ellas dependía. Estoy muy agradecido al Centro Médico y a su maravillosa gente: desde mi cirujano y el equipo médico que me operó, a los que me cuidaron en la UVI primero, y en la habitación después, el padre capellán, quienes me acompañaron: amigos, compañeros y mi propia familia. Todos, cada uno con su nombre y su buen hacer están en mi agradecimiento y en mi plegaria. También a tanta gente que ha rezado y se ha interesado por mi salud en Asturias y fuera de ella. Me recupero rápido y saber que lo que tenía no era maligno es una buena noticia.
La estancia en el Centro Médico coincidió con una nota realista: el llanto de los bebés que acababan de nacer y escuchaba cada noche, y el llanto de los adultos que despedían a un ser querido tras su fallecimiento. Dos llantos distintos, que abren y cierran una vida, dos llantos en medio de los cuales mi historia personal se detuvo por unos días para dar gracias a Dios y a la Santina, dar gracias a los hermanos, y ver de otro modo mi propia vida. ¡Cuántas cosas descubres que estaban mal colocadas y que la hermana enfermedad te las vuelve a situar en su justa medida! En primer lugar, el mismo Dios, que no siempre ocupa la primacía que le es debida. Luego las cosas que vives, por las que luchas y sueñas… ¡cómo se te cuelan maquilladas pretensiones y engañifas! Y, después, el valor que cobran los hermanos cuyo afecto y entrega se te dan con una gratuidad tan hermosa como inmerecida. Sí, preciosa lección que la vida enseña a través de esta circunstancia teniendo a Dios como Maestro. Gracias a todos. Gracias a la vida.
Arzobispo de Oviedo