Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
Recordábamos la semana pasada que la dimensión corporal pertenece esencialmente a la persona humana, que existe como hombre o mujer, ambos igualmente personas y con los mismos derechos y deberes fundamentales. La diferencia de los sexos es algo positivamente querido por Dios. La Sagrada Escritura, en efecto, insiste en que Dios nos creó varón y mujer. Ser uno o lo otro no es indiferente para nuestra existencia personal. De ninguna manera. Nos realizamos, alcanzamos nuestra perfección como varones o mujeres.
Pero es que además, Dios nos ha creado así para que entremos en relación, en comunión. “No es bueno que el hombre esté solo”. Crea al hombre como varón y mujer para que venza o supere la soledad, para no encontrarse aislado en el mundo de los animales, en medio de seres que no son como él. No somos sólo individuos, cada uno con su propia existencia, separados de los demás. Nos ha creado el Señor para que co-existamos, para que nos relacionemos con otros como nosotros: no ha creado como personas, es decir, criaturas que se realizan complementándose con los demás; criaturas que necesitamos de los demás para existir realmente como personas. En eso nos asemejamos a Dios, al Dios Uno Y Trino a la vez. De manera que nos realizamos como personas conviviendo con otros.
Damos un paso más. Los demás son ayuda para mí. Lo dice abiertamente el libro del Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él, que le ayude”. La persona humana es, por tanto, para los demás. Cada uno somos para los demás. Somos ayuda para ellos. Encerrarse en uno mismo contradice nuestra más íntima naturaleza, aquello que forma parte del misterio del hombre: ¡somos para los demás! No sólo hemos sido hechos, no sólo hemos sido “llamados” para “convivir” con otros (¡es parte de nuestra vocación!), sino que somos para ellos una ayuda, una gracia, un don, un regalo: cada uno es complemento, enriquecimiento, ayuda para los demás.
Nuestro cuerpo revela nuestro peculiar modo de ser como un sujeto diverso de los demás, llamado a la comunión, a convivir con ellos; representa una ayuda, un regalo, un complemento para los demás. Nuestro cuerpo nos permite entrar en relación, es instrumento de comunicación. Varón y mujer, en su diferencia corporal, que los hace también espiritualmente distintos, han sido queridos y creado por Dios no para usar egoístamente el uno del otro, sino para donarse mutuamente, para perfeccionarse y enriquecerse: se entregan uno a otro, se donan lo que es propio de cada uno, su ser varón y mujer, para el enriquecimiento y la perfección de ambos. Están destinados el uno para el otro y de ahí que sólo podamos descubrir el misterio de nuestro propio ser, lo que verdaderamente somos, en el don sincero a los demás, en la mutua entrega y en la mutua aceptación. El cuerpo permite al varón y a la mujer hacerse una sola carne en donación y entrega recíprocas, aunque el significado último del cuerpo en la perfecta comunión de las personas lo descubriremos en la resurrección, cuando sean glorificados y ya no se tome ni marido ni mujer.
Deseo subrayar hoy por último que el cuerpo humano es el substrato de la comunión personal, una de cuyas realizaciones tiene lugar mediante la unión de los cuerpos en el matrimonio. Una, digo, porque el carácter de don que lleva inscrito en su misma naturaleza el cuerpo humano es clave interpretativa no sólo del matrimonio, sino también de la virginidad. Deberemos volver sobre este punto.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca