Mons. Agustí Cortés No vamos a tratar aquí del grave problema de la Iglesia dividida. Tendremos ocasión de abordarlo, pues el antagonismo de grupos y tendencias entre nosotros, así como las divisiones históricas que se enquistaron en diferentes confesiones, nos golpea y nos duele constantemente.
Siguiendo el hilo de nuestra reflexión, toca ahora fijarnos en la Iglesia sufriente, la Iglesia “partida y derramada por el sufrimiento”. Se corresponde con el Cuerpo partido y la Sangre derramada de Cristo, que celebramos en la Eucaristía. Como venimos diciendo, la Iglesia vive participando de la Eucaristía. En este caso, participando con su condición de pueblo sufriente, vinculándose vitalmente al sacrificio de Jesucristo.
Recordemos que sufrimiento y sacrificio no son lo mismo. Sabemos lo que es sufrir; sólo cuando ese sufrimiento se convierte en ofrenda al Padre por amor, entonces hablamos de sacrificio en sentido cristiano. Usando el lenguaje tradicional, diremos que el sacrificio de Cristo celebrado en la Eucaristía es “incruento”. Pero lo que dio validez y autenticidad al sacramento eucarístico fue el sacrificio, bien cruento, que Él tuvo que realizar con su pasión y muerte. Igualmente tendremos que decir de la Iglesia: lo que hace verdadera participación en la Eucaristía es el sacrificio cruento, el sufrimiento real que el Pueblo de Dios vive cada día.
El sufrimiento de la Iglesia tiene muchas caras. Una de ellas nos la recordaba el pasado 6 de abril el papa Francisco en la misa matutina de la capilla de la Casa de Santa Marta. Nos sorprendió con una de sus afirmaciones, habitualmente llamativas. Advirtió que nuestra época es un tiempo de martirio:
“Aún hoy, los cristianos son perseguidos. Y tanto es así, que tal vez hay más mártires ahora que en los primeros tiempos… Lloré al conocer la noticia de los cristianos (entre ellos dos franciscanos) crucificados públicamente en Siria por los yihadistas”.
Parece que nos hemos acostumbrado a situaciones tristemente habituales de cristianos que están fuera de la ley sólo por serlo en tantos países donde no existe la libertad religiosa, como China o Corea del Norte. Casos realmente espeluznantes, que han saltado a la prensa internacional, como el de Mariam Yehya Ibrahim, condenada a cien latigazos por adulterio (no le era permitido el matrimonio con un cristiano) y a muerte en la horca por apostasía, al negarse a renunciar de su fe cristiana (estaba obligada a seguir la fe su padre musulmán); o como el asesinato por el grupo islamista Séléka de 30 personas en un ataque a una iglesia católica el pasado 29 de mayo en Bangui, República Centroafricana; una lista interminable de agresiones a derechos fundamentales, encarcelamientos, ataques violentos y asesinatos contra iglesias y personas cristianas en Nigeria, la India, Turquía, Sudán del Sur y un largo etcétera.
A estos casos se han de añadir las agresiones cotidianas a miles de personas, de cualquier cultura o religión, en su dignidad y sus derechos humanos fundamentales a manos de individuos, grupos o regímenes políticos represivos. Un sufrimiento que no es ajeno al sacrificio de la Iglesia:
– Por no serlo tampoco al sacrificio de Cristo
– Porque en muchas ocasiones no pocos cristianos están sufriendo por defender a las víctimas
– Porque la Iglesia lleva en su corazón el sufrimiento de toda la humanidad
Si nuestra Iglesia no fuera mártir, dudaríamos de que pudiera considerarse realmente de Cristo. ¿Cómo podría dar la prueba más clara de amor hacia su Esposo y Maestro? ¿Cómo podría celebrar con autenticidad la Eucaristía?
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat