Mons. Manuel Ureña Celebramos hoy en la Iglesia la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Sobradamente conocemos el perfil personal de cada uno de ellos y los datos más importantes de sus respectivas biografías.
Simón, hijo de Jonás el pescador de Galilea, fue uno de los primeros a los que el Señor llamó. Él lo puso al frente de los Doce para servir y confirmar en la fe a sus hermanos. Tras haber reconocido en Jesús al Mesías en la tan conocida “Confesión de Cesarea” (cf Mt 16, 16), el Maestro le dio un nuevo nombre, Pedro, expresión de su función de piedra visible y de fundamento de la unidad de la Iglesia. Desarrolló su actividad apostólica en Jerusalén, Antioquía de Siria y Roma. Allí, durante la persecución de Nerón, fue crucificado en el año 64 y recibió sepultura en la Colina Vaticana.
Por su parte, Pablo, natural de Tarso, observante celoso de la ley mosaica, persiguió fuertemente a los cristianos y, de camino a Damasco, Jesús le salió al encuentro. Convertido a Cristo, fue apóstol y evangelizador incansable en Asia Menor y en Europa Oriental, en donde fundó numerosas comunidades cristianas. Sus cartas a diversas Iglesias son alimento necesario para la Iglesia de todos los tiempos. Fue decapitado a las afueras de Roma en el año 67.
Como bien dijo de él un muy conocido obispo y exégeta español del siglo pasado, el alma de Pablo conoció la presencia de 5 estratos: el ciudadano romano, que le venía de nacimiento; el sabio griego, pues hablaba la lengua de Grecia y conocía en profundidad su cultura; el obrero diligente que ejercía el oficio de tejedor de lonas para tiendas de campaña; el fariseo culto e hijo de fariseos, aquel rabino pegado hasta lo inverosímil a las tradiciones de sus mayores y guardador de la Ley hasta en sus mínimos detalles externos; y el buscador impertérrito de la verdad, de la verdad pequeña, pero, sobre todo, de la suprema verdad, que es Dios y su palabra revelada. Así lo demostró en infinidad de ocasiones, pero especialmente en su discurso en el Areópago de Atenas, conservado en Hch 17, 16-34.
De los cinco estratos del alma de Saulo, uno de éstos, el fariseo, habría de morir “ahogado por una impetuosa catarata de gracia divina en el camino de Damasco”. Los cuatro restantes quedarían siempre intactos, si bien perfeccionados por la gracia. A lo largo de su densa vida volverían a aparecer uno tras otro, aunque en orden inverso.
Pedro y Pablo, apóstoles del Señor, ocupan puestos distintos, pero ambos necesarios, en el Colegio Apostólico. En efecto, el Señor, Jesús, eligió a los doce para que viviesen con él y para enviarlos a predicar el reino de Dios. Les instituyó a modo de colegio y puso al frente de ellos al bienaventurado Pedro, elegido de entre ellos mismos. Cristo los envió, primero a los hijos de Israel y, luego, a todas las gentes, para que, con su potestad, que él mismo les comunicaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificaran y gobernaran; y así dilataran la Iglesia y la apacentaran, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos.
La autoridad de Pedro sobre los demás apóstoles, otorgada a él directa e inmediatamente por el Señor, queda patente en las palabras de Jesús en Cesarea de Filipo dirigidas a Simón, el hijo de Jonás el pescador: “Tú eres Pedro, la Roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). Pero la roca es el símbolo de la firmeza y de la resistencia: sostiene y ampara. Lo cual constituye precisamente la tarea básica de Pedro y del ministerio que lleva su nombre.
Esto supuesto, Pedro es uno más en el grupo de los apóstoles, entre los miembros del Colegio Apostólico, pero goza de un carisma, de un don espiritual dado a él positivamente por Cristo, del que no gozan los demás apóstoles. Clara conciencia tienen de ello éstos, y también Pablo, el cual reconoció siempre la autoridad de Pedro. Él cuenta a éste, junto con Santiago y Juan, entre las columnas (Gal 2, 9). Más todavía: le importa mucho conocerlo, quedarse junto a él quince días (Gal 1,18) y, en fin, ser reconocido por él (Gal 2, 8 ss). A pesar del grave conflicto que tuvo con él en Antioquía (Gal 2, 11-14), Pablo reconoce la autoridad de Pedro, que para él es el portador y garante decisivo de la tradición (cf LG 19).
Ahora bien, puesto que la divina misión confiada por Cristo a los apóstoles había de durar hasta el fin de los siglos, éstos tuvieron especial cuidado en establecer sucesores, los cuales, a semejanza de los apóstoles, quedarían también instituidos en Colegio. No otro es el origen del Colegio episcopal, integrado por los obispos, sucesores de los apóstoles, y presidido por el Papa, sucesor de Pedro.
Grande y difícil fue el ejercicio del ministerio de Pedro en la Iglesia apostólica. Y grande y difícil es también hoy el ejercicio del ministerio de sucesión petrina del Papa. Oremos, pues, en éste día, por el papa Francisco y por el ejercicio de su ministerio petrino.
Y ayudémosle también con la limosna. No pensemos que el ejercicio del ministerio papal sobre la Iglesia se lleva a cabo sin dispendios económicos. Aun actuando con la mayor modestia, los supone y no pequeños. Por eso, la colecta de hoy, llamada colecta del “óbolo de San Pedro”, se entregará íntegramente a Francisco para ayudar al Papa en el cumplimiento de su misión de ser signo visible de la comunión en la Iglesia y signo tangible en ésta de la fe y de la praxis verdaderas. ¡Cuántos pobres y necesitados son atendidos con las limosnas que el pueblo cristiano ofrece anualmente al Santo Padre en esta colecta!
† Manuel Ureña Pastor,
Arzobispo de Zaragoza