Mons. Braulio Rodríguez Queridos hermanos:
“Manifestemos nuestra alegría, hermanos, hoy como ayer. Si las sombras de la noche han interrumpido nuestras fiestas, el día santo no ha terminado: la claridad que propaga la alegría del Señor es eterna. Cristo nos iluminó ayer, y hoy todavía resplandece su luz. Jesucristo es el mismo ayer y hoy (…). Sí, para nosotros Cristo ha nacido. Para nosotros ha nacido hoy, según lo anunciado por Dios por boca de David (…),. Él es nuestro hoy; el pasado huyó, se escapó; el futuro desconocido no tiene secretos para Él. Luz soberana, abraza todo, lo sabe todo, en todo tiempo está presente y lo posee todo. Hoy no es sólo el tiempo en que la carne nació de la Virgen María, ni sólo el tiempo en que la divinidad sale de la boca de Dios, su Padre, sino el tiempo el tiempo en que ha resucitado de entre los muertos: Él ha resucitado a Jesús, así está escrito: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy”, dice el apóstol Pablo” (San Máximo de Turín, Sermón 36. PL 57, 605).
Éste es el día que hizo el Señor: la Pascua. Cristo os da la paz, renovados nuestros Bautismo, nuestra Iniciación Cristiana, y perdonados nuestros pecados. Alegraos niños y jóvenes, esposos y sacerdotes, grandes y pequeños: “Cristo ha resucitado; ha resucitado de verdad”. Aleluya es nuestro cántico. Damos gracias al Padre de los cielos. Hoy es cuando se cumple aquello que dice: “Mirad que llegan días –oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande” (Jer 31,31-34). Sería un gran error, pues, que entendiéramos lo que somos (Pueblo de Dios, Iglesia santa) como algo futuro, lejano a nuestra historia y sólo plenamente entendido en la resurrección final. No, hermanos. Es verdad que la salvación de Dios en Cristo siempre está en germen, necesitada de crecimiento, consolidación y apoyo. Pero en Dios lo importante no es la cantidad, ni siquiera el número, sino el ser. Y nuestro ser es que somos el Pueblo con el que Cristo estableció el pacto nuevo, en Nuevo Testamento en su sangre, convocándonos como pueblo de entre los judíos y los gentiles. Este Pueblo se condensa en unidad no según la carne, sino en el Espíritu. Somos el nuevo Pueblo de Dios.
Los que creemos en Cristo, en efecto, –renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra del Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu santo–, somos linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios. Abundemos, pues, es explicar quiénes somos, hermanos. Somos pueblo mesiánico que tiene por Cabeza a Cristo, que fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación. Este Cristo, Cabeza nuestra, tiene un nombre sobre todo nombre, ha triunfado y nos asocia a su triunfo, y reina ya gloriosamente en los cielos. Poseen los que formamos este pueblo, esta Iglesia, la dignidad y libertad de los hijos de Dios, y en nuestros corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.
Tiene, por último, este pueblo como fin la dilatación del reino de Dios, comenzado ya por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea lleva a su fin por Él mismo al fin de los tiempos, cuando este Cristo, vida nuestra, se manifieste, y la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. “Este pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano (…) Así como el pueblo de Israel según la carne, cuando peregrinaba por el desierto, fue llamado ya alguna vez Iglesia de Dios, así el nuevo Israel, que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente, es llamado también Iglesia de Cristo, porque Él la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social” (LG 9).
Cristo nos ha salvado individualmente; cada uno de nosotros ha sido amado por sí mismo y recibimos personalmente la vida resucitada de Cristo en nuestro Bautismo y Confirmación. Pero sería un despropósito desconocer que seguir a Jesús, estos es, ser cristiano, en nuestra fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesucristo solo, aislado. El que cede a la tentación de caminar “por su cuenta”, o de vivir la fe según la mentalidad individualista, algo que predomina en la mentalidad individualista, corre el riesgo de no encontrar nunca más a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él. La Iglesia madre nos acoge en la Pascua, con ella y en ella recobramos la alegría de Dios; en ella, como hijos, vivimos y anunciamos la buena nueva; en ella nos amamos y servimos mutuamente y nos apoyamos como hermanos, al vivir el mandamiento nuevo de Cristo. El Aleluya renovado sólo lo cantamos bien en sinfonía, no cada uno cantando por su cuenta. María, la Virgen Madre acoge nuestro canto por el triunfo de la fe y el amor de Cristo hasta la muerte pero nunca sin resurrección.
Feliz Pascua, hermanos.
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España