Mons. Manuel Ureña La vida del hombre está siempre penetrada por los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias (cf GS 1). No otra es la condición del hombre en la tierra después del pecado. Éste, creado por Dios a su imagen y semejanza y habiendo recibido la vocación sobrenatural, por la que se percibe llamado a la comunión íntima con Dios, conoció, con el pecado, la mayor de las postraciones: sentirse llamado a la vida y a la alegría, a la vida plena y eterna con Dios, y, simultáneamente, apercibirse de que el pecado, causa de su muerte biológica, ha sido también la causa de su muerte segunda o muerte eterna, esto es, la causa de la exclusión de la visión beatífica, de su vida eterna con Dios.
Consecuentemente, que Dios mismo, en su Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, por medio de su encarnación muerte y resurrección, haya hecho posible rescatar al ser humano de su contradicción y de su paradoja, abriéndonos a todos las puertas del Cielo, constituye el hecho salvífico fundamental para el hombre, causa de su mayor gozo y de su más grande alegría.
Y es que, en el fondo, aunque la resurrección es un acontecimiento totalmente gratuito e indeducible, todo hombre espera necesariamente la resurrección. Por tanto, en abierto contraste con las tesis del ateísmo antropológico de nuestro tiempo, el concepto de resurrección no es algo extraño al horizonte del hombre en cuanto tal, sino la condición de posibilidad de la validez permanente de su existencia única y total. Ello significa que la esperanza trascendental en la resurrección es el horizonte de comprensión de la experiencia de fe de la resurrección de Jesús.
Esto supuesto, la resurrección de Jesús, que ha hecho posible que el hombre resucite, y que resucite para la vida eterna y plena con Dios, es el acto salvador más nuclear y relevante sucedido en la historia.
¡Qué bien ha expresado lo que acabamos de exponer el nº 18 de GS! El máximo enigma de la vida humana – dice el texto conciliar – es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Él juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida, cuando el omnipotente y misericordioso Salvador devuelva al hombre al estado de salvación perdido por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo, resucitado, el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándole de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre, y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros muy queridos hermanos ya arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que ellos poseen en Dios la vida verdadera.
Ahora bien, puesto que la resurrección de los hombres depende necesariamente de la verdad objetiva e histórica de la resurrección de Jesucristo, ésta, la resurrección de Jesús, hubo de ser un acontecimiento histórico real. Es decir, cuando afirmamos la historicidad de la resurrección del Señor, hay que resaltar su realidad de acontecimiento verdaderamente sucedido. Aunque se trata, ciertamente, de un acontecimiento trascendente y metahistórico en su esencia, la resurrección tiene un sólido engarce en nuestra historia. Por tanto, ofrece un margen histórico real, una innegable cara que mira a la historia del hombre. Y éste puede captar la huella de tal cara e interpretarla. En este sentido puede llamarse la resurrección “acontecimiento histórico”.
Es, pues, falsa la tesis que afirma ser la resurrección del Señor producto de la fe de la primera comunidad cristiana. Dicho de otro modo, no es cierto que la resurrección de Cristo carezca de contenido ontológico propio y que se reduzca a ser un contenido de conciencia de la comunidad humana que creía en Él. Si esto fuera así, si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe no tendría sentido, seguiríamos estando en nuestros pecados. Más todavía: los que murieron en Cristo, habrían perecido. Y los que hemos puesto nuestra esperanza sólo en Cristo, seríamos los más desgraciados de los hombres (cf I Cor 15, 12-19).
Otra cosa muy distinta es que la verificación histórica de la resurrección de Cristo no sea algo inmediato, sino mediato. Como dice el cristólogo Angelo Amato, a través de los criterios de autenticidad histórica, lo que se alcanza de forma inmediata es la fe de los discípulos en la resurrección de Jesús, fundada en un doble hecho: en las apariciones del resucitado y en la tumba vacía. Pues bien, la resurrección se capta sólo mediatamente, a través de esta fe firme y bien fundada de los discípulos en Cristo resucitado, cuyo cuerpo ya no está en el sepulcro.
Creamos en Cristo resucitado y vivamos la vida de forma acorde con nuestra doble condición de cosepultados con Cristo y de corresucitados con Él.
Os deseo a todos una feliz y santa Pascua de resurrección.
† Manuel Ureña,
Arzobispo de Zaragoza