Mons. Manuel Ureña En la carta pastoral de este domingo, III de Cuaresma, voy a continuar el comentario sistemático de la exhortación apostólica del papa Francisco, Evangelii Gaudium (=EG). Contemplados ya los dos primeros capítulos de la exhortación en números anteriores de nuestro semanario diocesano, nos adentramos hoy en el examen del capítulo tercero, en donde el Papa se ocupa del tema principal: “El anuncio del Evangelio”. Semejante tarea nos apremia en cualquier época y lugar. Y el núcleo de esta tarea es la proclamación explícita de que Jesús es el Señor. Tal proclamación tiene la primacía en cualquier actividad evangelizadora (EG 110).
El tema es dividido por el Papa en cuatro amplios apartados: el sujeto agente del anuncio (EG 111-134); la homilía (EG 135-144); la preparación de la predicación (EG 145-159); y la evangelización para la profundización del kerygma (EG 160-175).
El sujeto agente del anuncio del Evangelio, como forma cardinal de la evangelización, es todo el Pueblo de Dios. En todos los bautizados actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar a todos ellos, los cuales quedan así constituidos en discípulos misioneros, esto es, dotados de un instinto de la fe (sensus fidei) que les hace infalibles en el creer (EG 119). La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan ellos el instrumental adecuado para expresarlas con precisión.
Este sujeto agente de evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, pues es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios. A este pueblo, envía Dios su Espíritu, quien lo convierte por medio de Jesucristo en sacramento de la salvación (EG 112). Esta salvación, que realiza Dios a través de la Iglesia, es para todos (EG 113). Por eso, el Papa se dirige también a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los temerosos y a los indiferentes, y les dice: “¡El Señor también os llama a vosotros a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!” (EG 113).
Ahora bien, ser Iglesia o Pueblo de Dios implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad (EG 114). Y, para ser fermento, sal y luz de la humanidad, es necesario evangelizar, y evangelizar en el sentido de inculturar el Evangelio en la cultura y en las culturas de los hombres, pues, como ya decía Juan-Pablo II, una evangelización sin inculturación queda siempre a mitad del camino. Con la inculturación, el Pueblo de Dios adquiere muchos rostros, es decir, se encarna en los distintos pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. Y es que la naturaleza humana aun siendo una y la misma en todos los hombres, es múltiple y variada en su expresión cultural. Pues bien, es justo en la cultura en donde se encarna la gracia, el don de Dios, el Evangelio (EG 115).
En estos dos milenios de cristianismo ya transcurridos, pueblos innumerables han recibido la gracia de la fe en su conciencia, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han transmitido según sus modos culturales propios. De esta forma, como nos muestra la historia, el cristianismo no tiene un solo rostro cultural, sino que, aun permaneciendo siempre uno y el mismo, lleva también consigo los rostros y las culturas de los pueblos en donde fue inculturado (EG 116). Por eso, bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. No haría, pues, justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. De ahí que, aun siendo verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio, al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural (EG 117).
Dicho en síntesis, la Iglesia insta a los misioneros a desarrollar una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y de las culturas de la región, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una sola cultura. Ninguna cultura agota la expresión del misterio de la redención de Cristo (EG 118).
Lo cual no significa que todas las culturas sean igualmente relevantes para recibir la fe y para transmitir ésta. En la inculturación del Evangelio en las culturas humanas, hay culturas que necesitan más que otras de la preparación para la receptio Evangelii y para la trasmissio Evangelii. “Cuando algunas categorías de la razón y de las ciencias – escribe el Papa – son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se convierten en instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que, asumido, no sólo es redimido, sino que se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo” (EG 132).
Hay, pues, culturas y formas culturales que, purificadas de sus errores y habiendo crecido en ellas el Evangelio, constituyen verdaderas fuerzas de evangelización. Entre ellas cita el Papa la piedad popular, que es una verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios (EG 122). En la piedad popular puede percibirse el modo en el que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En palabras de Pablo VI, la piedad popular refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer y que nos hace capaces de generosidad y de sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Benedicto XVI señaló en 2007 en Aparecida que la piedad popular es un precioso tesoro, una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos. Y, en el acto de fe, la piedad popular acentúa más el credere in Deum que el credere Deum. Dicho en síntesis, la piedad popular o mística popular es una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, una forma de ser misioneros, y conlleva la gracia propia de la misionariedad, la gracia del salir de sí y del peregrinar. Ella es en sí misma un gesto evangelizador, una forma de la Iglesia en salida.
El capítulo III sigue con unas sabias consideraciones sobre la homilía, sobre la preparación de la predicación y sobre la profundización del kerigma, particularmente por medio de la catequesis.
† Manuel Ureña,
Arzobispo de Zaragoza