Mons. Yanguas Queridos hermanos:
La unidad de todos los que creemos en Cristo como Señor y Salvador del género humano, fue objeto de la oración de Jesús al Padre en la Última Cena. “Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre Santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11). Y poco más adelante: “No sólo por ellos ruego (…), para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn, 1720-21). Podríamos decir que Jesús, buen conocedor del corazón humano, intuía lo que con el pasar del tiempo se había de producir: la ruptura de la unidad entre sus discípulos. Por eso, ora intensamente al Padre por la unidad, sabedor de la importancia de ésta para el cumplimiento de la misión que el Padre le ha confiado y que Él ha puesto en manos de su Iglesia: “para que el mundo crea que tú me has enviado”.
La Iglesia es bien consciente de la urgencia y necesidad de la unidad de los cristianos porque su naturaleza es la de ser misterio de comunión, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 1). Una Iglesia dividida mal puede ser signo de unidad y mucho menos instrumento, factor de unidad entre los hombres y de estos con Dios.
Por eso, el Señor que con su Espíritu guía y gobierna a su Iglesia en su peregrinaje por este mundo, ha suscitado en ella el vehemente deseo de la unidad de todos los que creen en Cristo. Los cristianos somos cada vez más conscientes del grave daño que inflige a las tareas evangelizadoras la división entre los discípulos de Jesús. Percibimos con mayor claridad que la división “contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres” (Unitatis redintegratio, 1). Cada día es más universal entre los cristianos el sentimiento de bochorno y el dolor por la desunión, el arrepentimiento por las heridas causadas a la comunión y el deseo de confesar con una voz la fe común en Jesucristo, hijo de Dios y redentor del hombre. Ha surgido, así, un fuerte impulso en muchos corazones que se hace clamor de oración a Dios por la unidad entre los cristianos y toma forma en un vigoroso y sincero movimiento, el movimiento ecuménico, encaminado a restablecerla, para hacer realidad el anhelo del Señor: “Un solo rebaño y un solo Pastor” (Jn. 10, 16).
La Iglesia desea asociarnos a todos en el clamor de oración que sube al Padre de las misericordias en favor de la unidad. Con ese fin ha querido que se celebre el octavario de oración por la unidad de los cristianos del 18 al 25 de enero, fiesta de la conversión del Apóstol San Pablo. La iglesia sabe bien que la unidad es un don que excede las fuerzas y capacidades humanas, y recurre por ello a la súplica, a la oración; apela al corazón de Dios, de quien procede todo bien. En estos días de oración hemos de crecer en la estima y aprecio, en el afecto fraterno para todos aquellos que han recibido la justificación de sus pecados en el Bautismo y han quedado incorporados a Cristo, reconociéndolos como hermanos, aunque no estén todavía en plena comunión con nosotros. Son muchos los lazos que nos unen y muchos los elementos de santificación y de verdad que hay en las Iglesias y Comunidades separadas que nos unen y empujan a la plena “unidad católica”.
Os invito pues a participar en estos días en la oración de toda la Iglesia por la unidad, a pedir por todas las iniciativas en favor de la misma, a tratar con verdadero afecto fraterno, abierto y sincero, a los hermanos separados con los que convivimos.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca