Mons. Yanguas Queridos diocesanos:
El capítulo primero de la Exhortación Apostólica: La alegría del Evangelio que nos ha regalado el Papa Francisco tiene por título: La transformación misionera de la Iglesia. Un título verdaderamente programático que señala la intención que preside el documento del Papa. Este primer capítulo se desarrolla a lo largo de los números 19-49 y se articula en cinco apartados.
El primero de ellos destaca el hecho de que la Historia de la Salvación está recorrida por el mandato de salir de la propia tierra, de la propia casa, que el Señor dirige a personas concretas, como los Patriarcas y Profetas, pero también al pueblo elegido como tal. En nuestros días, Dios Nuestro Señor invita a cada uno de los bautizados y a las comunidades cristianas a aceptar su llamado que nos apremia a salir de la propia comodidad y a atrevernos a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (cf. n. 20). La Iglesia tiene conciencia de que existe para evangelizar, para anunciar y realizar la salvación que nos ha traído Jesucristo; y tiene igualmente la clara percepción de que el Evangelio y la salvación de Jesucristo tienen como destinatarios a todos los hombres, sin ninguna excepción. De ahí que la Iglesia deba estar siempre “en salida” (n. 46), en actitud de salida, con las puertas abiertas, para llegar hasta las periferias humanas más alejadas y alcanzar de manera especial a los más pobres que son los destinatarios privilegiados del Evangelio. De ahí el vigor de las palabras con las que el Papa nos dice: “Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. (…) prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias comodidades”. Y continúa más adelante: si algo debe inquietarnos es que “tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida” (n. 49).
Esta insuprimible tensión misionera es connatural a la Iglesia, pues ha recibido de su Señor el mandato de ir y hacer discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). Un permanente estado de misión es el modo propio de estar en el mundo que la Iglesia tiene mientras dura su peregrinación en este mundo. Es lo que la empuja a la conversión pastoral, que no le permite dejar las cosas como están, sino que la empuja a tratar de ser en cada momento fiel a su vocación, para realizar la misión que ha recibido: “Sueño, dice el Papa, con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual” (n. 27). Se trata, pues, de poner todo en la Iglesia en estado de misión (n. 34).
Esto trae consigo numerosas consecuencias, entre otras: 1) centrar la predicación en lo que es esencial y necesario, “el corazón del Evangelio”, que es también lo más grande, lo más bello y atractivo del mismo: “el amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (n. 36), de manera que los demás aspectos del mensaje cristiano encuentren ahí su verdadero horizonte de lectura; 2) hacer que ese corazón del Evangelio sea el tema más recurrente de la predicación; 3) que el lenguaje que empleamos ayude a descubrir la belleza de la Buena Nueva; 4) que no nos fosilicemos en modos, costumbres o tradiciones, incluso normas o preceptos, que quizás ya no conservan “olor” a Evangelio y no tienen hoy otra justificación que el cómodo recurso de decir que “siempre se ha hecho así”; 5) acompañar con misericordia y paciencia las etapas del crecimiento en la fe (cf. n. 44); ser siempre “la casa abierta del Padre” (n. 47), de manera que “todos puedan participar de alguna manera en la vida eclesial”.
Como veis, muchos son los espacios en los que hemos de tratar que la Iglesia viva con una tensión y estilo misioneros, de manera que en toda su vida y actividad se perciba siempre el perfume y la frescura del Evangelio.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca