Mons. Joan E. Vives Continuamos las reflexiones de las pasadas semanas en el Año de la Fe. La persona de Jesucristo, nuestra fe en Él y el amor a Él, son el sentido de nuestra vida. Él ha vencido al mundo. Él ha enviado su Espíritu Santo entre nosotros para renovar todas las cosas. Más aún, para renovar, la faz de la tierra. Este es, pues, el bálsamo, el fundamento, el motivo de nuestra alegría y confianza: Jesucristo es el Señor (Flp 2,11). Su resurrección nos llena de esperanza; su presencia en nuestro itinerario provoca que renazca el coraje. Tenemos que asumir aquellas palabras que fueron el lema del pontificado del beato Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su poder!» El Señor está con nosotros, ¿qué nos puede pasar?
Alguien puede preguntarse, ¿dónde encontrar a Jesucristo? Incluso puede llegar a concluir que es un sentido demasiado abstracto e inocuo esto que proponemos los cristianos. El Evangelio es muy claro: lo podemos encontrar en nuestro prójimo, especialmente en el pobre y en el hambriento y en todos aquellos que pasan necesidad (cf. Mt 25, 40). Lo podemos encontrar viviendo entre nosotros, cuando abrimos nuestros corazones al reto de su amor. Nos podemos encontrar personalmente con Él cada vez que dos o tres estemos reunidos en su nombre (Mt 18,20). Lo podemos descubrir en su Palabra y en las maravillas de su creación. Nos encontramos con Él en los sacramentos, de una manera especial en el sacramento de la misericordia, el sacramento de la reconciliación. Nos encontramos con Él, plenamente, en la Eucaristía, con la que nutre nuestros corazones hambrientos con su propio Cuerpo y Sangre. Jesucristo quiere estar siempre con nosotros.
Nuestra fe, el don más grande, se reaviva y se nutre con la participación en la Eucaristía. El centro de nuestra vida espiritual es la Eucaristía, el sacramento fundamental, el lugar de encuentro con el Cristo real a través de las especies del pan y del vino. Cuando oramos y celebramos, hospedamos al mismo Dios encarnado en nuestro ser, le ofrecemos un lugar para crecer y dar frutos en nuestro interior. La Eucaristía no es una mera conmemoración de la última cena, ni es un ejercicio simbólico, es la comunión real con Él. Consiste en superar la estrechez de nuestro yo –como dice Sta. Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein–, para que Él viva dentro de cada uno de nosotros. El sencillo acto de comulgar nos abre a la dimensión más infinita de la existencia, porque Dios se hace presente en nuestro propio ser.
Observamos que la práctica de este sacramento merma en muchos ámbitos de nuestro país. Observamos, también, que muchos consideran que no lo necesitan para poder afrontar su vida y las adversidades que le llegan. Los cristianos sabemos que lo más esencial de nuestras vidas es invisible, que no se puede tocar, ni ver, pero que se hace presente, misteriosamente, en el pan y el vino consagrados. Necesitamos nutrirnos de Cristo, alimentar nuestra alma con su ser, porque Él actúa en nuestro interior y obra maravillas en nosotros. Él nos renueva y nos hace vivir cada día una mayor confianza.
+Joan E. Vives
Arzobispo de Urgell