Mons. Jaume Pujol En el ecuador del mes de agosto, el mes de las vacaciones para mucha gente, llega la festividad de la Asunción de la Virgen. En muchos pueblos va asociada a la fiesta mayor. Tiene una explicación si pensamos en las faenas agrícolas tradicionales: era las fechas en las que solía terminar la siega y los campesinos podían permitirse un descanso después de haber trabajado intensamente de sol a sol. Un sol que ya iba cediendo en su presencia horaria, según el refrán catalán «A la Mare de Déu d’agost, a les set és fosc».
Apenas tenía yo seis años, y por lo tanto no puedo poseer un recuerdo lúcido, cuando el 1 de noviembre de 1950 Pío XII proclamó el Dogma de la Asunción. Es la última declaración solemne de fe realizada por la Iglesia. El Papa, desde el atrio exterior de San Pedro, rodeado de 36 cardenales y de 555 obispos y altos dignatarios eclesiásticos, proclamó esta verdad de fe ante cientos de miles de personas que la aclamaron.
Decía la declaración, en palabras tomadas de la Bula Munificentissimus Deus: «Tras elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».
Aunque el dogma fue declarado mediado el siglo XX, la creencia es muy antigua y se remonta a los primeros siglos cristianos. Nos parece lógico que aquel cuerpo purísimo no sufriera la corrupción de la muerte y que Dios quisiera que fuera elevada al cielo la Madre Santísima de Jesucristo.
Celebremos con gozo esta fiesta mariana tan querida. Las fiestas populares (hay pocas como esta) responden a una fe que por provenir de las personas sencillas no es menos profunda y respetable. En el Evangelio el Señor exalta a los sencillos, a los humildes, al tiempo que rechaza a los soberbios.
Las procesiones, las romerías, las visitas a ermitas y santuarios, el culto a imágenes de la Virgen, siempre en relación con su condición de Madre de Dios, no son fases que debemos superar de una fe primitiva y poco cultivada. Son, en cambio, expresión de un amor de correspondencia al amor materno con la que la Virgen intercede por nosotros, como reconocemos en la Salve y en tantas oraciones.
Disfrutemos de esta festividad de la Asunción recordando su verdadero sentido.
+ Jaume Pujol Bacells
Arzobispo de Tarragona y primado