Mons. Agustí Cortés Seguimos algunos mensajes que nos dejó Hannah Arendt, extraídos del gran, profundo y completo estudio que de ella realizó Elisabeth Young-Bruehl. Desconocemos la película que le ha puesto de actualidad. Pero damos crédito a este estudio, donde la autora dedica todo un capítulo al episodio que constituye el argumento cinematográfico, es decir, al seguimiento periodístico, que realizó Arendt, del juicio al jefe nazi Adolf Eichmann en Jerusalén.
Como hemos visto a propósito del amor humano, Arendt nos interesa porque en su búsqueda de la verdad filosófica evoca algunas rendijas por las que se abre a una “posible” realidad trascendente e incluso a un Dios personal. Contando con un Dios personal, como el heredado de la tradición judía, podría dar razón de problemas y respuestas que aparecen en la vida humana y social, concretamente en el ámbito de la justicia y del derecho, por tanto también de la política.
La postura de Arendt ante el juicio contra Eichmann era muy distinta de la adoptada por los políticos y el gobierno israelí de Ben Gurión. Éste, sus servicios secretos, había secuestrado a Eichmann en Argentina y había montado el juicio en Jerusalén con la intención, más o menos confesada, de reafirmar el proyecto político del nuevo estado, aprovechando el anhelo de reivindicar el honor y el orgullo del pueblo judío tras el sufrimiento vivido bajo el nacionalsocialismo. Arendt, por el contrario, junto a su marido Blücher, Jaspers, y otros intelectuales, pensaba que el juicio había de ir más allá, que la causa debía ser considerada como crimen contra la humanidad y que el jurado debía dilucidar desde un criterio objetivo de justicia (quizá un jurado internacional como en Nüremberg) independientemente de interés político, y que Eichmann no sólo era un enemigo del pueblo judío, sino un inhumano desnaturalizado, un sujeto que había llegado a ser incapaz de pensar (como todos los violentos totalitarios de uno u otro signo), digno únicamente de burla (B. Brecht). Hay que decir que esta postura aséptica y honrada adoptada desde la
verdad objetiva supuso para Arendt no pocos sufrimientos a causa de la campaña mediática contra ella, hostigada por el poder político, acusándole de traidora y enemiga del pueblo judío…
El contraste se plasmó en la fatigosa conversación que Arendt mantuvo una noche con Golda Meir, a la sazón ministra de asuntos exteriores del gobierno israelí. Ésta vino a decirle: “Siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío”. Y Arendt explicará:
“Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo sólo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?”
El problema es serio. ¿En virtud de qué un juez sentencia sobre la vida de una persona? ¿En virtud del resultado de una mayoría de representantes políticos que determinan lo que es justo y que puede cambiar según el resultado de las luchas de poder? ¿O la justicia subsiste independientemente de este resultado? Arendt era demócrata convencida, no propugnaba la vuelta a la teocracia del Antiguo Testamento, pero sostenía que la causa no era sólo de un pueblo, sino de toda la humanidad y de la virtud misma de la justicia y de la dignidad humana: su sentido, su valor y su peso se sustentaban en algo más que la ley escrita…
Quienes creemos en Cristo afirmamos que la justicia triunfa en su Resurrección, aunque paradójicamente el justo pueda morir a causa de las leyes humanas. Las leyes y las sentencias de un tribunal no son justas por quién las dicta, sino porque sirven a la justicia traduciéndola a la vida social y concreta.
+ Agustí Cortés
Obispo de San Feliu de Llobregat