Mons. Braulio Rodríguez Profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo nos debe llevar siempre a invocar su venida sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Y tenemos una invocación preciosa en la liturgia de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus!, ¡Ven, Espíritu Santo! Es una invocación sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del mismo corazón de Cristo. En efecto, es el Espíritu el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; es éste el primer y principal don que nos ha obtenido Cristo con su Resurrección y Ascensión a los cielos.
Recordemos que fue en la Última Cena cuando Jesús dijo a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,15-16). Esta oración de Jesús, que nos revela su corazón orante y fraterno, alcanzará su cima al día siguiente en la cruz, donde la invocación de Cristo es una sola cosa con el don total que Él hace de sí mismo. Es el sello mismo de su entrega por amor al Padre y por la humanidad; aquí, además, la invocación de Jesús y la donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran y se convierten en una única realidad.
La oración de Jesús –la de la Última Cena y la de la cruz- en realidad es una oración que Él continúa en el cielo, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre. Sí, hermanos, es impresionante que Jesús viva siempre su sacerdocio de intercesión en favor del Pueblo de Dios y de la humanidad y que, por tanto, rece por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo. ¿Cómo, si no, podríamos existir como Iglesia? Sin la ayuda del Espíritu de Cristo, no seríamos sino un grupo más, una secta, un esfuerzo por permanecer por nosotros mismos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo.
Y, ¿qué produce esta nueva y potente autocomunicación de Dios? Son realidades muy hermosas: donde hay laceraciones, heridas y divisiones, el Espíritu crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas que compiten o entran en conflicto entre sí son alcanzadas por el Espíritu de Cristo, y se abren a la experiencia de la comunión. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad, que es como la “tarjeta de visita” de la Iglesia a lo largo de la historia universal. No olvidemos que, desde el día de Pentecostés, la Iglesia habla todas las lenguas. Porque la Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y éstas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de catolicidad. Por eso la Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con loa Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.
De esto, hermanos católicos, se deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares o Diócesis siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Lo cual no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. No, ese es el modelo de Babel, que es la imposición de una cultura de la unidad “técnica”. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación, si permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular, esto es, si es católica..
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España