Mons. Manuel Ureña Año tras año celebramos, el 29 de junio, la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo.
Pedro y Pablo fueron personas muy señaladas en el grupo de los elegidos del Señor para el ministerio apostólico. Como dice el Martirologio Romano, “Simón, hijo de Jonás y hermano de Andrés, fue el primero entre los discípulos que confesó a Cristo como Hijo de Dios vivo, y por ello fue llamado Pedro. Pablo, apóstol de los gentiles, predicó a Cristo crucificado a judíos y a griegos. Los dos, con la fuerza de la fe y el amor a Jesucristo, anunciaron el Evangelio en la ciudad de Roma, en donde, siendo emperador Nerón, uno y otro sufrieron el martirio: Pedro, como narra la tradición, crucificado cabeza abajo y sepultado en el Vaticano, cerca de la vía Triunfal; y Pablo, degollado y enterrado en la vía Ostiense”.
Con la precisión tan estricta de los textos litúrgicos, cuyos contenidos “establecen la ley de lo que debe ser creído”, el prefacio de la misa del 29 de junio fija la relación y la diferencia entre San Pedro y San Pablo. “Porque en los apóstoles Pedro y Pablo – leemos allí – has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, Señor, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo, y a los dos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una misma veneración”.
Vana es, pues, la pretensión de una determinada corriente de la exégesis bíblica que, anclada en una presunta objetividad científica, afirmó en el pasado la existencia de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre Pedro y Pablo. Justo ocurre lo contrario. Uno y otro, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y por un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Como observaba tan limpiamente nuestro arzobispo D. Pedro Cantero a propósito de San Pedro y San Pablo, “por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas tan íntimamente, que ya desde los primeros tiempos de la Iglesia aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la Cripta del Vaticano”.
Sin embargo, aun siendo los dos grandes e importantes, el Señor Jesús confirió el primado a Pedro y sólo a Pedro en la así conocida como “confesión de Cesarea de Filipo”. En efecto, a la pregunta del Señor a los Apóstoles acerca de su verdadera y más honda identidad, Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Acto seguido, Cristo, ante aquella expresión de fe tan verdadera, le constituyó fundamento visible de la Iglesia y le confirió el primado sobre los demás apóstoles con las tan conocidas palabras: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19).
En aquel momento, Pedro, que seguía siendo un apóstol como los demás, recibía una gracia, un don, un carisma especial que le situaba por encima de los otros miembros del Colegio apostólico, como se ve claramente en Jn 21, 15 y ss., en donde el Señor ya resucitado concede a Pedro el título de Pastor universal de la Iglesia.
Por eso, como sobradamente conocemos, el Colegio episcopal sucede al Colegio apostólico; y el Papa, princeps episcoporum, sucede a Pedro, princeps apostolorum. Por tanto, si Pedro es tenido en la comunidad cristiana primitiva como fundamento visible de la comunión en la Iglesia y como garante de la verdadera fe, eso mismo se da, mutatis mutandis, con el Papa, que sucede a Pedro y que, por tanto, es también el pilar visible en el que se sostiene la Iglesia y quien discierne qué hay que creer y qué hay que enseñar.
Ahora bien, el Obispo de Roma, el Papa, para ejercer el encargo pastoral recibido de Cristo de ser principio y fundamento visible de la comunión en la Iglesia y garante de la fe, necesita disponer de unos medios adecuados, de unas estructuras muy concretas, así como también de la ayuda de personas.
Entre estos medios estructurales y personales, destaca la Curia Romana, descrita por el CIC hoy en vigor como aquella estructura “mediante la cual el Romano Pontífice suele tramitar los asuntos de la Iglesia universal, y que realiza su función en nombre y por autoridad del mismo para el bien y servicio de la Iglesia. Esta estructura consta de la Secretaría de Estado o Papal, del Consejo para los asuntos públicos de la Iglesia, de las Congregaciones, de los Tribunales y de otras instituciones, cuya constitución y competencia se determinan por ley particular” (c. 360). Los precedentes neotestamentarios de tal estructura se encuentran, por ejemplo, en Gal 1 y 2.
En conclusión, la satisfacción por el Papa de las exigencias objetivas de su ministerio de sucesión apostólica supone el establecimiento de unas mediaciones que, aun siendo modélicas por su modestia, por su escaso coste económico y siempre susceptibles de ser reformadas, necesitan ser mantenidas y funcionar dignamente.
Pues bien, la colecta de hoy, domingo 30 de junio, XIII del Tiempo ordinario, será enviada íntegramente a Su Santidad el Papa Francisco para ayudarle en el ejercicio de sus obras de caridad y en el sostenimiento de las mediaciones necesarias para su gobierno pastoral de la Iglesia Universal. ¡Seamos generosos con el Santo Padre!
† Manuel Ureña,
Arzobispo de Zaragoza