Mons. Juan del Río Desde su aparición en el balcón central de la Basílica Vaticana, tras su elección como Sucesor de san Pedro en la sede de Roma, el Papa Francisco no ha dejado de sorprendernos en estos tres meses de pontificado con un estilo nuevo y fresco, en el que sus gestos de cercanía a la gente- ¡su reivindicación de la ternura!-, especialmente a los enfermos, a los niños y a los ancianos, se entrelazan con su vibrante celo evangelizador y su lenguaje llano e incisivo que invita a un mayor compromiso cristiano.
Su tarea está ciertamente en continuidad con el sabio e iluminador magisterio de Benedicto XVI, que ha guiado a la Iglesia en los últimos ocho años proclamando la primacía de Dios y la superación del relativismo moral que se vuelve siempre contra la propia dignidad del ser humano.
Sin embargo, el Santo Padre, en la creativa y armoniosa sucesión apostólica del Obispo de Roma, aporta no sólo unas formas novedosas nacidas de su propia manera de ser, sino también acentos originales y nuevo rumbo en la singladura de la más dos veces milenaria barca de la Iglesia. Este estilo diferente obedece, además de a la peculiar gracia de estado o asistencia divina en la que creemos los cristianos, a la propia formación humana y teológica del nuevo Pontífice, a su personal trayectoria vital y eclesial, y a su origen y cultura humana.
Ahora más que nunca, con la difusión diaria que propician los medios de comunicación y las redes sociales – es lo que estamos viendo de original que ocurre con el Papa Bergoglio y nos alegra a todos – se está transmitiendo un esperanzador empuje evangelizador a la Iglesia entera, ajeno a la tentación del restauracionismo paralizante o del progresismo de ruptura.
La procedencia latinoamericana del Obispo de Roma – tan cercano a los españoles por la misma lengua y cultura-, su itinerario de pastor en Argentina y su visión de una Iglesia abierta y misionera, hace que esta salga de sí misma a la búsqueda de los antiguos y nuevos alejados o excluidos. Es por ello que se amplían los horizontes eclesiales con un mayor acento en la tarea evangelizadora, y en la promoción integral del ser humano. La alegría de su fe en Cristo y la humildad de su persona, son las únicas armas con que se presenta ante el mundo, para enardecer a la muchedumbre ansiosa de Dios y mostrar un rostro atrayente de Iglesia, tanto para la sociedad descreída de occidente, como para las naciones más pobres de la tierra.
A la vez que estos acentos pastorales, el Papa Francisco nos descubre en su predicación una arraigada espiritualidad propia de un jesuita. Gran conocedor de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, le capacita para saber llevar la conversión del Evangelio hasta las profundidades del alma, donde la persona se juega el sentido de la vida. Pero no es un mero teórico de los comportamientos humanos, sino que tiene tras de sí muchas horas de confesionario y de dirección espiritual. Sólo así se explica sus referencias tanto a las virtudes que son necesarias para crecer en la vida cristiana, como a los pecados o defectos a evitar, sin eludir hablar del Diablo, como el gran antagonista de Dios.
Para esta época tan compleja, donde las formas son importantes y el contenido del mensaje debe tocar el corazón de las masas, la divina Providencia ha querido para su Iglesia un “nuevo Francisco”, que “la reconstruya”, con la misericordia y dulzura de un buen Pastor y con la sabiduría de un director de almas, que sabe discernir los acontecimientos, tomar decisiones y sanar las viejas y nuevas heridas del espíritu humano. Según ha revelado el cardenal Ortega y Alamino, el propio Bergoglio describió en las congregaciones cardenalicias previas al Cónclave que el próximo Papa debería ser”un hombre que, desde la contemplación y adoración a Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de evangelizar”. Así es el Papa Francisco. ¡Deo gratias!
† Juan del Río Martín,
Arzobispo Castrense de España