Mons. Juan José Omella Comienzo este escrito haciendo una afirmación con la que una gran mayoría de personas está de acuerdo: la crisis está teniendo una incidencia especialmente significativa en la situación de las familias. Constatar esta realidad bien merece una reflexión detenida.
Es de justicia reconocer que la economía familiar ha permitido soportar – y por cierto con bastante dignidad – la situación social crítica a la que hemos llegado. De ahí que la institución familiar, aún habida cuenta de la presión a la que se ve sometida por una determinada cultura ambiental en su contra, hoy por hoy goza de un prestigio ganado en buena lid. La familia en España, manteniendo como mantiene el valor decisivo de las relaciones personales que se dan en su seno, es depositaria de un “capital social” realmente importante. Hoy, con la crisis, está aumentando el número de las llamadas “familias desestructuradas”, en buena medida motivado por el hecho evidente de que los entes públicos no reconocen “de facto” el valor social de la familia.
Los obispos estamos reclamando la necesidad de una auténtica “política familiar” que no existe en nuestro país. A este respecto recomiendo la lectura de los números 147 al 164 de la Instrucción episcopal La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad. Consideramos que tal política es imprescindible de todo punto para poder superar la crisis y, en especial, ayudar a las familias más afectadas para que recuperen el protagonismo social que les corresponde y que nunca debieron perder.
Si la crisis está afectando de forma letal a la institución familiar, ¿qué decir del sector de los jóvenes, hoy especialmente vulnerable? No solo padecen la mayor tasa del desempleo – un 50% en áreas muy extendidas de nuestra geografía -: es que sufren unas dificultades poco menos que insalvables para acceder al mercado de trabajo y asegurarse un futuro. Esta dramática situación que padecen nuestros hijos y nuestros nietos no solo es debida a un sistema educativo que no los ha preparado adecuadamente para acceder a ese mercado, es que se ven abocados a trabajos muy distintos de aquellos para los que en un principio se habían preparado. Por otra parte, las condiciones actuales del trabajo – marcadas por una competitividad siempre excesiva y por un ambiente laboral difícil e individualista – hacen que la experiencia profesional sea compleja y produzca en muchos casos un desánimo y una pérdida de valores sociales relevantes, como son la solidaridad y el servicio a los demás.
Todo lo apuntado genera en los jóvenes una dificultad añadida para poder llegar a valerse por sí mismos y, lo que es más grave y preocupante, para poder fundar su propia familia. Hoy resuenan con particular vehemencia las palabras del Beato Juan Pablo II, referidas al problema que estamos apuntando: “El trabajo es, en un cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que esta exige medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo” .
No quiero terminar esta reflexión referida a la familia sin hacer mención expresa de otra situación preocupante y que afecta también a personas y a familias: los emigrantes. Es, sin duda alguna, el sector más afectado por la crisis y por la falta de cohesión social. Si nos fijamos en nuestro país, el cambio ha sido muy llamativo. Hemos pasado en muy pocos años de ser un punto de partida – los españoles emigrábamos al centro de Europa y a América – a ser receptores privilegiados de la emigración. Basta apuntar que en el año 2008 nuestro país tenía una población total de 46.060.000 personas, de las que 5.220.000 eran extranjeros.
La crisis actual ha afectado de manera más intensa a los sectores donde se concentraban los trabajadores emigrantes, como son la construcción, los servicios (hoteles, restaurantes), lo que ha motivado que el desempleo se haya ensañado especialmente con ellos. La precariedad de estas gentes se hace más acuciante debido a que a muchos de ellos la crisis les ha sorprendido realizando grandes esfuerzos por asentarse aquí, estabilizar su situación, razón por la cual estaban empeñados económicamente sobre todo con préstamos e hipotecas.
La familia, los jóvenes y los emigrantes son las víctimas en las que se ha cebado la crisis con una mayor vehemencia. Concluyo hoy afirmando que la pobreza, en sus distintas formas, se ha hecho más extensa, más intensa y más crónica, con lo que la cohesión social se ha visto singularmente dañada.
Con mi afecto y bendición,
+ Juan José Omella Omella,
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño