Mons. Yanguas Queridos diocesanos:
La Iglesia celebra este domingo la solemnidad de Pentecostés, uno de los días más señalados en el calendario litúrgico. En ese día tuvo lugar la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. Fortificada con su presencia, la Iglesia inició su labor apostólica que ya no acabará nunca. Por eso, celebra en este domingo el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar.
Subiendo a los cielos, Cristo ha llevado a cabo la obra de la redención. El mismo que bajo del cielo y se hizo uno como nosotros, menos en el pecado, ha completado la misión que el Padre le confió, introduciendo la humanidad en los cielos.
Como el Padre envió a su Hijo al mundo para salvarlo, así la Iglesia, sus discípulos, han recibido la tarea de continuar en el tiempo la obra de Cristo: “Como tú me enviaste al mundo, dice Jesús en la Última Cena dirigiéndose al Padre, así los envío también al mundo” (Jn 17, 18). Cuando está a punto de dejarles, Jesús da a los discípulos el gran mandato: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos… Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 18-20). Los Apóstoles se pusieron en seguida manos a la obra. Así lo confirman las palabras finales del evangelio de san Marcos: “Ellos se fueron a predicar por todas partes” (16, 20). Los Apóstoles, la Iglesia naciente, reciben la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés, para poder cumplir esa tarea: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 8). La venida del Espíritu Santo está al servicio de la misión de ser “testigos de la fe en el mundo”, como reza el lema de la jornada de este domingo.
La Iglesia nace pues “con el fin de propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo” (Concilio Vaticano II, DecretoApostolicam actuositatem, 2). Así de amplia y profunda es la misión que ha recibido la Iglesia. Todos en ella estamos llamados y comprometidos en esa tarea. Nada sería más extraño al cristiano que una actitud de gheto, una postura a la defensiva, una reclusión dentro del ámbito de la propia conciencia, el encerramiento medroso dentro los muros de nuestros templos, de nuestras casas, o la separación suicida entre fe y vida pública. La Iglesia es misionera por vocación y por esencia. Sí, el cristianismo es eminentemente apostólico.
Eso quiere decir que todos en la Iglesia, sin excepciones que no tendrían justificación, todos estamos comprometidos en la tarea fundamental de la Iglesia: abrir los corazones de todos los hombres y mujeres a la verdad salvadora del Evangelio, acercar los hombres a Cristo, disponerlos a recibir la luz y la gracia del Espíritu Santo, y abrir a Cristo las puertas de toda realidad humana: de la ciencia y las artes, de la economía y la política, del deporte y de la diversión, del trabajo humano en toda su multiforme variedad. En esta empresa os compete a los laicos una función insustituible. Con vosotros llega a la Iglesia a todos los hombres, a todos campos de la actividad humana, a todas las situaciones, a los alejados y necesitados. Gracias sobre todo a vosotros, laicos, la Iglesia puede llegar hasta los confines y las periferias del mundo.
Al servicio de esa tarea debe trabajar cada cristiano, cuyo apostolado es “el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo” (Apostolicam actuositatem, 16).
En este Año de la fe deseo recordar a todos que la fe se asegura y aumenta comunicándola, empeñándose uno en el apostolado personal y asociado, bien unidos a Dios y en estrecha comunión con los Pastores de la Iglesia y con los hermanos en la fe.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca