Mons. Manuel Ureña Terminado el tiempo pascual con la solemnidad de Pentecostés, el calendario litúrgico nos emplaza de nuevo en el tiempo litúrgico ordinario. Pues bien, en el domingo inmediatamente posterior al de Pentecostés, que este año es el VIII del tiempo ordinario, la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, un día que ella, la Iglesia, dedica siempre a rezar por los institutos puramente contemplativos de la vida consagrada religiosa.
Si miramos las cosas en profundidad, fácilmente nos apercibimos de que nada tiene de extraño que la Iglesia celebre la fiesta específica de los institutos religiosos específicamente contemplativos en la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Es muy importante que la Iglesia dedique año tras año un domingo concreto a la contemplación del ser de Dios, que es uno y trino: uno en naturaleza y trino en personas. Sin duda, todo es bueno, importante y bello en el mundo. Pero no todas y cada una de las cosas tienen la misma importancia. Dios es lo más importante. De que Dios exista y sea lo que es depende que el mundo y nosotros subsistamos o nos desmoronemos. ¿Hemos pensado alguna vez qué pasaría si Dios no existiera o si dejara de pronto de existir? Si esta hipótesis imposible se convirtiera un día en tesis, todo perdería sentido, los hombres dejaríamos de saber dónde se encuentran los puntos cardinales, desaparecerían los referentes verdaderamente fundantes de nuestra vida y nos perderíamos en un universo que se convertiría él mismo en caos. Bien lo advirtió, hace ya más de siglo y medio, el sagaz Nietzsche.
Por eso es tan importante Dios. Sin su ser no se mantiene el nuestro, pues éste, el nuestro, fue creado por Dios y para Dios, para vivir en perfecta comunión eterna con él. Tanto es así, que, cuando examinamos nuestro ser sin aprioris ideológicos, nos descubrimos como seres personales, inteligentes y libres, intrínsecamente religados a Dios.
De ahí que la búsqueda del ser de Dios y la demostración racional de su existencia como “ens a se”, como ser absolutamente autónomo y fundado en sí mismo, constituya la preocupación fundamental del hombre, a pesar de que se intente hoy convencernos de que nos encontramos ya en una época postmetafísica y de que, por tanto, el hombre contemporáneo habría dejado ya de preguntarse por las ultimidades. No nos lo creamos. Eso es falso. El hombre sigue hoy preocupado por Dios como lo estuvo siempre. Pues en el ser de Dios le va al hombre su propio ser.
A la vista de lo expuesto, fácilmente se comprenderá la importancia que tiene en la vida humana tomar en serio nuestra dimensión teologal, dar culto a Dios, ser consecuentes con las exigencias del primer mandamiento de la ley de Dios, radicalizado y conservado en la sustancia del único mandamiento cristiano del amor. Y menos nos extrañará todavía que haya en la Iglesia, por expresa voluntad de Cristo, grupos de personas alcanzadas por la vocación de vivir apartadas completamente de este mundo y dedicadas totalmente, sin mediaciones humanas de ninguna clase, a la contemplación y a la experiencia constante del misterio de Dios.
En efecto, ellos y ellas, los contemplativos, los monjes y las monjas, en la soledad, en el silencio, en la oración sin tregua, a tiempo y a destiempo, y en el seno de la austera penitencia, ocupan un puesto singular en el Cuerpo místico de Cristo.
Como dice el Concilio, “ellos ofrecen a Dios el excelente sacrificio de la alabanza, enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad, arrastran con su ejemplo y dilatan las obras apostólicas con una fecundidad misteriosa” (PC 7).
Característica peculiar de la vida consagrada es la práctica de los consejos evangélicos (pobreza estricta; castidad perfecta y perpetua; y obediencia completa), los cuales vigen de un modo especial para los contemplativos. Los que viven en este estado religioso dan un testimonio singular de la vida nueva y eterna obtenida por la redención de Cristo y preanuncian la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos (cf LG 44).
El lema de la Jornada de este año es “Centinelas de la oración”. Fieles al sentido bíblico de la palabra “centinela”, los contemplativos/as vigilan como centinelas día y noche, al modo como lo hacían las vírgenes prudentes, la llegada del esposo (cf Mt 25, 1-13) con el aceite de su fe, que enciende la llama de la caridad. Los monjes y las monjas son en la Iglesia centinelas de la oración contemplativa por el encuentro con el esposo Cristo, que es lo esencial.
Nuestros monasterios son oasis de silencio orante y elocuente. Las personas contemplativas que viven en ellos apuntan con su vida a lo fundamental y esencial, que es siempre Dios.
Por consiguiente, en esta “Jornada pro orantibus” será muy bueno que recemos por los contemplativos, por los que rezan por el mundo y por nosotros, y nos enseñan cada día, mediante la oblación de sus vidas, a tomar en serio a Dios.
† Manuel Ureña,
Arzobispo de Zaragoza