Mons. Juan José Omella Queridos lectores de “Pueblo de Dios”, me vais a permitir que vuelva de nuevo sobre la crisis. ¿Razón? Mi condición de pastor de la Iglesia en La Rioja me lleva a estar permanentemente cerca y al lado de los que sufren. Y al día de hoy son miles las familias riojanas que están absolutamente desprovistas de cualquier tipo de ingreso, fundamentalmente por tener a todos sus miembros en esa lista fatídica del paro y por no recibir ya ninguna prestación económica. Soy consciente de que esta modesta aportación mía no va a conseguir borrar tanto sufrimiento y tanto dolor. Pero sí tengo la convicción de que la reflexión que ofrezco a todos – nacida del corazón – servirá ¡seguro! de alguna ayuda. La afirmación del Señor Jesús, de que “a los pobres los tendremos siempre con nosotros”, nos anima y nos obliga a un compromiso permanente por estar siempre a su lado.
¿Quién no conoce la parábola del Buen Samaritano? ¿Quién no la ha llevado a su meditación personal, a la oración comunitaria o, al menos, a una reflexión siquiera superficial de la misma? Se trata de un modo pedagógico – sencillamente espléndido – que empleó el Señor para mostrarnos el camino a seguir en nuestro compromiso con todos los que sufren, en el cuerpo o en el alma, y siempre con una actitud humana y desinteresada, esto es, cristiana. De la parábola aprendemos que la ayuda a los necesitados la hemos de prestar independientemente de quiénes sean, a qué raza o religión pertenezcan, o qué ideas políticas mantengan. La escena narrada en la parábola concluye con estas palabras que son todo un programa de vida: “Vete y haz tú lo mismo”.
Recuerdo con afecto agradecido la primera vez que escuché unas palabras del Papa Pablo VI, en la solemne ceremonia de clausura del Concilio Vaticano II, un 7 de diciembre de 1965, en que hizo mención expresa de la parábola del Samaritano. Cito sus palabras textuales que nos pueden hacer mucho bien: “La vieja historia del samaritano ha sido el modelo de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas – y son tanto mayores cuando más grande se hace el hijo de la tierra – ha absorbido la atención de nuestro Sínodo”.
En sintonía con esta apreciación del Papa, diremos que la parábola del samaritano debe ser un auténtico programa para la Iglesia en estos momentos realmente atormentados que vive la humanidad. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo, ha de ser la samaritana que cure las heridas y ponga el mejor bálsamo en tantos hombres y mujeres agobiados por el hambre del pan y de la verdad, la pobreza, el azote de la guerra, la carencia de medicinas. Y no sólo la Iglesia como tal: nosotros, cada uno de nosotros, tenemos también en la figura del buen samaritano un estupendo programa de vida. A imitación del protagonista de la parábola, hemos de bajarnos de la cabalgadura de nuestro egoísmo y de nuestra comodonería, agacharnos para estar a la altura de los marginados y abatidos, servirles y curarles con generosidad y desprendimiento.
Es muy significativo que las primeras palabras de una de la constituciones conciliares de más calado teológico y humano sean precisamente las que hacen referencia a la actitud – mejor diría virtud – que caracteriza a los cristianos, la caridad. Son estas: “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” .
Pocos años después, el Beato Juan Pablo II, recogiendo la riqueza de preocupación y cariño por los más necesitados, tomada de su antecesor y de la entraña del Concilio, nos hizo una invitación que es motivo de santo orgullo para todos nosotros: adoptar un amor preferencial por los pobres. No se trata de un amor cualquiera, de un amor sin más: un amor preferente, vivido por encima de otros amores. Un amor que exige un estilo de vida acorde con el compromiso por los desfavorecidos.
Por su parte nuestro Papa emérito Benedicto XVI puso todo su énfasis en esta idea básica en su magisterio: el centro de toda actividad debe ser el hombre, el ser humano, la persona.
La próxima semana en la que hablaremos del deterioro de la cohesión social, volveremos sobre esta idea.
Con mi afecto y bendición,
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño