Mons. Agustí Cortés Como era de esperar, el paso dado por María Skobtsov entregándose totalmente a la maternidad espiritual con los marginados le llevó a un mundo de contradicciones. Su matrimonio entró en crisis y sus hijos tuvieron que ser atendidos por sus respectivos padres. La fuerza de la “compasión” hacia los que más sufrían el desarraigo del exilio, le empujaba a la acción: atendía a alcohólicos, enfermos mentales, ancianos solos, familias pobres y sin trabajo… Más aún, su nuevo estilo de vida, la vivencia de su fe, le pedía una consagración especial en “la vida monástica”, entendida, no al estilo de la tradición ortodoxa, sino de un modo más próximo a la vida consagrada de las grandes fundaciones y carismas de carácter social, que tanto abundaron en el siglo XIX y primera mitad del XX entre los católicos. Ello requería no pocos cambios en su Iglesia y constituyó una fuente de conflictos y sufrimientos.
Fue aceptada su consagración monástica e inició una pequeña comunidad en la zona de Saxe, donde funda en precario una casa de acogida de mujeres sin familia. O. Clément, en el prólogo a la edición francesa de la obra de María Skobtsov El sacramento del hermano, dirá que ella era una síntesis de pasión y compasión extremas. Su programa de vida consistirá en el ejercicio de la “maternidad espiritual” hacia el necesitado y su nueva situación vendrá definida con las palabras “libertad” y “comunión”:
“La Madre María, que no predicaba, pero amaba, nunca olvidó que solo vale aquél que, en la libertad y en la comunión, rinde el homenaje más adecuado a la imagen de Dios en él”.
La nueva casa de Lourmel, más amplia, consolida una comunidad – monasterio del todo original: tres hermanas monjas enviadas por su obispo, el P. Lev Gillet, su propia madre y sus dos hijos, con un número cada vez mayor de vagabundos, enfermos, delincuentes o artistas arruinados… No falta la capilla donde se celebran puntualmente los oficios de la mañana y de la tarde. En tensión constante para obtener recursos económicos y alimentos, pero sin perder el buen humor, el esfuerzo sin límites, “venciendo la desmesura del mal con el amor sin medida”.
Además de los trabajos domésticos de todo tipo, del dibujo y el bordado, dedica más tiempo a la escritura. Concreta su espiritualidad y su estilo contrastándolo con otros cuatro que ha encontrado en la tradición ortodoxa: el que confunde la Iglesia (sometida), la nación y el zar en una misma adhesión; el ritualista, anclado en normas, formalista e inmovilista; “la piedad estética”, que busca el goce espectacular y el esteticismo; la piedad ascética, centrada en el esfuerzo y el compromiso. Ella propugnará la llamada piedad evangélica, centrada en la donación de uno mismo por amor, según Cristo:
“(Se trata de vivir a Cristo)… Este nuestro mundo sin Dios espera del cristianismo que pronuncie la única palabra capaz de curarlo y arreglarlo, incluso de resucitar lo que está muerto”.
Su icono será María amante con el corazón traspasado por la espada (sufrimiento pasivo) y al pie de la Cruz (sufrimiento aceptado libremente). Este icono vino a materializarse en su vida cuando Francia es ocupada por los nazis y su comunidad se entrega decididamente a la defensa de los judíos rusos y apoyando la resistencia. Vive intensamente su última Pascua en comunidad. Ella y su hijo son denunciados y trasladados, junto al P. Klepinin, a sendos campos de concentración. Ella, machacada por el sufrimiento y la muerte, en Ravensbrück encontró y repartió la paz. Se conserva un testimonio verbal suyo:
“Oh muerte, yo no te he amado a ti, no. He amado lo que está vivo en el mundo: la eternidad”.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat