Mons. Agustí Cortés Madeleine Delbrêl escribió:
“Si crees que el Señor vive contigo, allí donde tengas un lugar para vivir, tienes un lugar para orar.”
En efecto, la fe actúa por el amor y el amor estimula tanto la acción como la oración. El descubrimiento de Dios y su conversión a Cristo determinó su manera peculiar de estar en el mundo. Podríamos decir “su vocación”. Para Madeleine, la vocación de cada uno es como una invitación que Dios hace a realizar una danza. Así lo expresa en una bella oración que tituló El baile de la obediencia y que comienza con estas palabras:
“Si estuviéramos contentos de ti, Señor, no podríamos resistir a esa necesidad de danzar que desborda el mundo y llegaríamos a adivinar qué danza es la que te gusta hacernos bailar, siguiendo los pasos de tu Providencia…”
La alegría y la fiesta de la fe, la belleza de la vida creyente, son posibles así por la fidelidad creativa de la bailarina a la música y el ritmo de la partitura. Esta fidelidad creativa, esta obediencia, hacen posible la creación de belleza en libertad.
Esta vocación le alcanzó en el barrio de marginados donde vivía (Nosotros, gente de la calle es el título de uno de sus libros). La realidad más concreta de la calle entró en su corazón. Y, como su entorno social estaba dominado por fuerzas revolucionarias, adoptó ante ellas una postura de diálogo franco, sin perder su identidad. Dialogó sobre todo con los comunistas, que entonces gobernaban el Ayuntamiento de Ivry. Su entrega y su colaboración, primero como asistente social y después desde sus numerosas iniciativas a favor de los más pobres, le merecieron la admiración y el afecto de todos. Desplegó una gran capacidad de empatía, aunque nunca ocultó su opinión sobre el marxismo: éste era, según dijo, una fuerza transformadora “sin alma”. Esta expresión en sus labios significaba que le faltaba auténtico humanismo, trascendencia y libertad. Estaba convencida de que las transformaciones sociales sin alma, en el fondo, no cambian nada y que cuando ponemos “alma” en la acción transformadora, ésta también cambia en sus
maneras y en su estilo.
Para ella lo más importante era el ser humano concreto. No olvidaba los movimientos políticos, pero su preocupación se centraba en el pobre, cualquiera que fuera su forma de pobreza. Todo el que se acercara a la Casa de Acogida que ella creó junto a sus compañeras, era el más importante del mundo. En todo caso, había que dar siempre razón de nuestra esperanza. Dirá a los estudiantes en 1961:
“No se lleva la Palabra de Dios al otro lado del mundo en una maleta, se lleva en uno mismo… No se coloca en un rincón escondido de nuestro interior, sino que se le deja en el fondo de nuestro ser… Se trata de anunciar la fe: de decir, gritar y proclamar lo que creemos… No somos responsables de la incredulidad, pero sí de su ignorancia”
Su ida y vuelta de Roma solo para orar en la tumba de San Pedro es un signo de su sentido profundo de Iglesia. Ésta, ante todo, es comunión de hermanos, que “tienen necesidad hoy, no tanto de una fe nueva y rejuvenecida, sino de vivir la novedad y juventud de la fe”.
Fue referente y faro iluminador de muchos, entre ellos del dominico Jaques Loew, quien transmitió el testimonio de su relación con ella en su obra Vivir el Evangelio con Madeleine Delbrêl. Su obispo, François Frételière, introdujo el proceso de canonización de Madeleine en 1988, y publicó un libro sobre ella titulado Este barrio (banlieue) que yo amo. El mismo día de su muerte, el 13 de octubre de 1964, un joven de la JOC internacional hablaba a todos los obispos del mundo en el aula conciliar sobre la evangelización del mundo obrero. Nos quedamos con uno de los lúcidos mensajes de Madeleine:
“Ser islotes de residencia divina. Hacer lugar para Dios. Creer de parte del mundo, esperar para el mundo y amar para el mundo”.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat