Mons. Jesús García Burillo El primer título con el que nos referimos a Jesús en el Credo es «Señor»: creo en Jesucristo nuestro SEÑOR. No es un simple tratamiento de cortesía, sino que en cierto modo resume toda la fe de la Iglesia. Habla de quién es Jesús, de cómo realiza la salvación de la humanidad y de qué manera abre las puertas del mundo a la esperanza.
Para no incumplir el segundo mandamiento, los judíos no pronuncian nunca el nombre sagrado de Dios que se revela en Ex 3, 14. Cuando lo encuentran escrito, ellos no leen «Yahwhé», sino «Señor». Dios es el que rige la historia, quien tiene en sus manos el destino de todos los pueblos; por eso se reconoce su señorío universal. Pues bien, al referirnos a Jesús como Señor proclamamos su condición divina. Esto se pone de manifiesto en la aparición del Resucitado a Tomás. El apóstol se redime de su incredulidad proclamando: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Son dos palabras que ponen el acento sobre aspectos diversos de la misma realidad. Para un pagano, su dios
no controla toda su vida. En cierto modo, funciona como un recurso mágico al que se acude cuando tenemos problemas. Para un judío, en cambio, Dios es también su Señor, porque no hay dimensión de mi persona ni faceta de mi vida que no esté amparada, acompañada, protegida y juzgada por Él.
Así se pone de manifiesto que, llamando “Señor” a Jesús reconocemos que Él no es un hombre cualquiera, sino «Dios-con-nosotros», como lo llamó el ángel antes de la concepción de María (Mt 1, 23). Al mismo tiempo, estamos diciendo que para nosotros la fe no es algo más que existe en nuestra vida, sino lo que la da sentido y orienta plenamente.
Si leemos atentamente algunos textos del Nuevo Testamento, encontramos
pasajes en los que parece que Jesús es constituido Señor por el Padre en su
Resurrección. Así, por ejemplo, dice san Pedro: «el mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 36). En la mañana de Pascua, la humanidad de Jesús manifiesta el señorío que poseía en su divinidad desde toda la eternidad. Aquí hay dos pistas importantes para nuestra reflexión. En primer lugar, nuestra espiritualidad ha de ser pascual. Llegamos al conocimiento de Dios a través de Jesús, y a éste le descubrimos verdaderamente cuando lo contemplamos como el Resucitado. Sólo desde la Resurrección tiene pleno sentido nuestra fe. La segunda pista nos la ofrece un precioso texto de san Pablo. La carta a los Filipenses (cf. 2, 6-11) dice que Jesús es constituido Señor por su humildad, que le llevo a asumir nuestra carne mortal y a morir en la cruz. Por tanto, seremos compañeros del señorío de Cristo si, como Él, tenemos sus mismos sentimientos, rechazamos toda tentación de soberbia y sabemos hacernos sencillos y pequeños por amor.
Proclamar que Jesús es Señor es también estímulo para nuestra esperanza. Lo es en dos sentidos complementarios. El primero de ellos se esconde en la expresión aramea «maranatha». La emplea san Pablo (cf. 1 Cor 16, 22) y puede significar: «ven, Señor nuestro», o «nuestro Señor ha venido», o todavía «nuestro Señor está presente». Esa fórmula la repetimos cotidianamente en la celebración de la Eucaristía, cuando tras la
consagración decimos: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús». Con ella apuntamos a una verdad fundamental: Jesús es el Señor cuyo señorío definitivo ha comenzado a realizarse en su victoria sobre la muerte, pero todavía aguarda su plena manifestación cuando vuelva a juzgar a vivos y muertos. Creer que
Jesús es Señor significa aguardar ese momento que sucederá al final de los tiempos, pero cuyas raíces se encuentran en la Encarnación del Hijo de Dios, sucedida hace más de dos mil años y cuya eficacia podemos experimentar en el presente, si aceptamos de corazón la gracia que se nos ofrece en los sacramentos.
El segundo sentido por el cual el señorío de Jesús es estímulo para nuestra
esperanza lo encontramos en el relato del martirio de Esteban (Hch 7, 60). Hay un evidente paralelismo entre la muerte de Cristo y la del santo, pero en él se descubren diferencias importantes. Así, Jesús pide: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 24), mientras Esteban suplica: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Más adelante, reza Jesús: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), y Esteban: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Es decir, la relación que Jesús tiene con el Padre la tiene el creyente con Cristo. En ambos casos es una relación salvadora. Se manifiesta en el momento de la muerte como anticipo de nuestro verdadero destino: la resurrección. Decir, por tanto, que Jesús es el Señor significa proclamar que Él ha vencido la muerte y que un día nos resucitará con él.
+Jesús García Burillo
Obispo de Ávila