Mons. Agustí Cortés Los rincones del infierno que llegó a vivir Thomas Merton fueron en parte consignados en su famosa autobiografía espiritual La montaña de los siete círculos. Resumiendo su experiencia podemos decir que el año transcurrido en Cambridge como estudiante en el colegio Clare, fue de extravagancias, barbaridades, vacío y horror. Se entregó a la bebida, la pasión desenfrenada y al dispendio sin control.
Rompe con su tutor, Tom Bennet, y regresa a Estados Unidos, teniendo ya veinte años, con una sensación de decadencia culpable, dentro de sí y fuera, a la vista de la depresión social, preámbulo de la gran guerra europea. El comunismo le parecía su nueva religión, que ofrecía, además de la “utopía terrena”, una explicación tranquilizadora de sus propios errores, como producto del sistema capitalista. Se inscribe en la Liga de Jóvenes Comunistas y, como tal, participa en diversas acciones. Pronto sufre una gran decepción al constatar que el pacifismo que el partido propugnaba se convertía en defensa a ultranza de la acción bélica según las circunstancias. En el marco estudiantil de la Universidad de Columbia, se integra en el grupo que se dedica al periodismo “activista”. Allí contacta con amigos católicos, sobre todo con Bob Lax, del que fue colaborador al frente de la revista The Jester. Pero, agotado por el trabajo para ganarse la vida y derrotado por la experiencia de sucesivas muertes de amigos, cayó en una fuerte depresión física y psíquica, que incluía el señuelo del suicidio.
Cristo se le aproxima, sobre todo por la vía de los libros. El espíritu de la Edad Media, de E. Gilson, una vez vencido el primer movimiento de aversión, le reveló la seriedad y profundidad de la teología católica, Ends and Means de A. Huxley el valor de la ascesis, la poesía de William Blake, la crítica profética, realizada en nombre del verdadero Dios bíblico, contra la civilización y el falseamiento de la fe, la Imitación de Cristo, que le recomendó nada menos que un hindú, el valor de la oración, y
Arte y Escolasticismo, de J. Maritain, la “virtud” como vía de la felicidad.
Eran guiños del amor de Dios, que le predisponían a acercarse a una iglesia. En una ocasión quedó deslumbrado por la figura de una joven, sencilla y bella, que oraba de rodillas en silencio. Frecuentó celebraciones de la Eucaristía, siempre desde la penumbra de un rincón. El paso decisivo se produjo cuando recibió el testimonio de la conversión de G. M. Hopkins, sacerdote y poeta. Leyendo su biografía, experimentó tal agitación interior que tuvo que levantarse y dirigirse con paso decidido, bajo la lluvia, a una parroquia cercana en Broadway. “Entonces –dirá– mi interior empezó a cantar”. Dijo al párroco que quería ser cristiano. Tras la preparación recibió el bautismo. Cuatro amigos fueron testigos, de los cuales tres eran judíos.
Como es sabido, después de ardua búsqueda, acaba ingresando en la orden del Císter, en la abadía de Gethsemaní, de Kentucky. Desde allí, con la mirada de Dios, captaba los grandes problemas de la humanidad, a los que respondía con sus escritos a favor de la paz, el diálogo entre las religiones, la reivindicación del espíritu. Su biógrafo, Jim Forest, recordando sus primeros encuentros con él, dirá que “a veces originaba una alegría que venía directamente del cielo”, al tiempo que destacará, entre sus mensajes, éste lleno de confianza:
“Tenemos lo que buscamos. No hemos de correr tras ello. Estuvo allí desde siempre y, si le damos tiempo, se revelará a nosotros”.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat