Mons. Juan del Río La praxis cristiana de un periodo de ayuno, oración y limosna que antecediera a la gran fiesta de la Pascua, se debió consolidar desde la primera mitad del siglo II. Es la Cuaresma, y se desarrolló como una disciplina penitencial para la reconciliación de los pecadores, que tenía lugar la mañana del Jueves Santo. A lo largo de todos estos siglos se ha consagrado como un camino pascual, catecumenal y penitencial. Debe ser recorrido con espíritu de conversión y ansia de creer, que nos conduzcan a las fuentes de la fe en la gran noche de la Vigilia Pascual. Todo este periodo es tiempo de Dios para los hombres.
En el marco de la celebración del Año de la fe, el Mensaje de Benedicto XVI para esta Cuaresma nos invita a reflexionar y a orar sobre el lazo indisoluble entre fe y caridad: “estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas, por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una “dialéctica” (…) Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto del fideísmo como del activismo moralista”. ¿Por qué toca el Papa este tema? ¿Qué pretende subsanar de la realidad católica del siglo XXI?
Por una parte, está el peligro de una fe desencarnada, vivida en un culto vacío y arrinconado la caridad con los hermanos. Esta postura no responde a lo que es un seguidor de Jesús ya que, en palabras del Papa: “el cristiano es un persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor – caritas Christi urget nos (2Cor 5,14) – está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo”. En el otro extremo tenemos aquellos que han hecho de la fe un puro humanismo, voluntarista y de beneficencia, sin referencia a Dios como origen de todo bien. Ambas actitudes causan mucho daño en el tejido eclesial y son un gran impedimento para la misión de la Iglesia en este mundo de globalización secularista, donde lo único que puede convencer es la coherencia de vida entre lo que se profesa, se celebra y se practica. Tiene mucha actualidad la máxima evangélica: ¡Por los frutos de amor seremos conocidos! (cf. Mt 7,20; Lc 6,43-46).
¿Cómo recomponer la unidad entre contemplación y acción en la vida cristiana? Poniendo de manifiesto la primacía de Dios en nuestro ser y obrar. Es por eso, que el Pontífice nos recuerda que “la prioridad corresponde siempre a la relación con Dios, y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe”. Ese reconocimiento implica a toda la persona: entendimiento, voluntad y sentimiento se pone en juego cuando decimos que “amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”.
La Cuaresma es un momento privilegiado para revisar nuestras vivencias religiosas y discernir qué calado tiene el misterio divino en el corazón de cada uno de nosotros. Es bueno que nos preguntemos: ¿Qué papel ocupa Dios en mi proyecto de vida? ¿La fe en Dios, que se revela en Jesucristo, es un apéndice, un barniz cultural, un mero sentimiento, o en cambio ilumina y fundamenta mi existencia? Por ello, la liturgia cuaresmal reclama la intensificación de la oración, de la escucha de la Palabra de Dios, del contacto asiduo con el Señor y de la participación en los sacramentos de la Iglesia. La contemplación no es una pérdida de tiempo frente a tantas necesidades que reclaman nuestra atención. Es exigencia de la verdadera fe, a la vez que fuente de donde dimana la fuerza y la constancia en el servicio a los hermanos con el estilo de Jesús.
También, la espiritualidad de las semanas cuaresmales pide una acción con rectitud de intención, sin otro interés que la búsqueda de la gloria de Dios y el bien de los hombres. Para ello, hay que salir de sí mismo, mediante el ejercicio del ayuno espiritual y corporal, al modo de la tradición cristiana. Este ayuno nos libera de afectos y adherencias que nos impiden ser limpios de corazón, para ver el rostro de Cristo en cada ser humano. La llamada a la conversión de estos días no sólo nos acerca a Dios, sino que nos hace más ligeros de equipaje y por lo tanto, más humanos. Además, la Cuaresma tiene una dimensión social, que se ve expresada en la limosna y en las obras de caridad. Los pobres y necesitados son los beneficiarios inmediatos de nuestra renuncia al pecado y el desapego de los bienes de este mundo, de suerte que “el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino consecuencia que se desprende de la fe que actúa por la caridad”, como dice Benedicto XVI.
¡Esta es la pedagogía del amor para un Año de la fe fructuoso en lo personal, social y eclesial!
† Juan del Río Martín,
Arzobispo Castrense de España