Mons. J. Leonardo Lemos El próximo día 1, vísperas de la fiesta litúrgica de la Presentación de Jesús en el templo y de la purificación de Santa María, celebramos en nuestra Diócesis la Jornada de la Vida Consagrada. Lo haremos dentro del marco del Año de la Fe, y al igual que todos los actos con especial fuerza eclesial, lo viviremos en la Catedral.
Desde el año 1997, en el que fue instituida por el beato Juan Pablo II, esta
jornada se ha venido celebrando sin interrupción, con más o menos solemnidad, teniendo en cuenta las vicisitudes por las que pasó la Iglesia particular de Ourense. En esta ocasión, como no podía ser menos, el lema de la misma está entresacado de la Carta apostólica Porta Fidei: Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo.
Hay un sentimiento muy profundo en toda la comunidad eclesial que afecta,
por igual, a los monjes y monjas, a los religiosos –ellas y ellos-, a los miembros
de los institutos seculares y a todos los que forman parte de las sociedades de
vida apostólica de tal modo que los percibimos como un signo vivo de la
presencia del Resucitado. Con vuestra presencia, a veces silenciosa, y que tantas veces pasa desapercibida, sois como esa “candela” (Mt. 5,16) de la Iglesia que nos ilumina en nuestro caminar.
Sabemos que la fe es creer en el amor de Dios que se nos hace visible por
medio de la persona adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Sabemos que todos lo que habéis optado por una de las múltiples formas de vida consagrada sois esos faros que dais luz en medio de nuestras ciudades, villas, pueblos, parroquias y aldeas. Sabemos bien que la fisonomía de la Iglesia diocesana sería totalmente diferente sin vuestra presencia, sería como un jardín sin esas flores que con su variedad cromática le dan belleza y la impregnan de ese “buen olor” de Jesucristo resucitado y vivo. Sin la presencia de la vida consagrada en nuestra Iglesia particular nos encontraríamos con un mundo diferente, lleno de tristeza y carente de alegría.
En mi primera Carta pastoral os decía que “La Iglesia de Dios se enriquece
con la vida consagrada que es signo escatológico de la Iglesia. Además, en
muchos de los servicios que prestáis en la enseñanza, en la caridad, en la
sanidad, en la pastoral ordinaria, os corresponde llevar a cabo la gran tarea de
la Iglesia de forma directa e inmediata junto a los sacerdotes. Todos juntos formamos la Iglesia y sacamos adelante la gran misión que ésta tiene en nuestro tiempo”.
Si a lo largo de mi trabajo sacerdotal siempre estuve próximo a toda forma
de vida consagrada, mucho más ahora en el ejercicio del ministerio episcopal.
Quisiera estar más cerca de todos, sin embargo, en este primer año de contacto con la realidad diocesana, los muchos afanes y las diferentes tareas que tuve que realizar me impidieron estar más próximo a vosotros. ¡No era esa mi intención!
Sin embargo, quiero que sepáis que siempre encontraréis en mí a un Padre, a un Hermano y a un Amigo que se siente próximo a todos los consagrados y
consagradas y os ruega que también estéis cercanos a mi trabajo pastoral a través de vuestra presencia orante.
Es mi deseo celebrar este Año de la Fe, con especial solemnidad, en todos
los monasterios y conventos de vida contemplativa. A los religiosos y religiosas cuya vida transcurre en medio de las tareas educativas y asistenciales, así como a las que sois miembros de los institutos seculares y de cualquier carisma de vida apostólica consagrada, me gustaría que, al igual que voy a hacer con todos los arciprestazgos y zonas pastorales de la Diócesis, también los que vivís vuestra vocación consagrada en el mudo, tengamos un encuentro en la Catedral.
Mis queridos amigos y amigas: Para ser signos, tenemos que ser luz, y para
iluminar este mundo, antes es necesario que nos dejemos transformar por Aquél que es la “luz del mundo”. Para lograrlo, sed muy fieles a los principios
fundamentales de vuestro carisma que, a pesar de las crecientes olas de laicismo y de relativismo que golpean la sociedad, sigue siendo de perenne actualidad.
Dejaos renovar en vuestra entrega, con la misma pasión del primer día.
Reavivad vuestra fe en Jesucristo, vivida en el seno de la Iglesia. Testimoniad esa fe a través de vuestra existencia, aunque seáis pocos, os encontréis mayores o, quizás, penséis que no os necesitan. Dejaos empapar por la Palabra, leída en la Iglesia, meditada, contemplada y vivida a través de vuestra existencia y así seréis, con vuestra alegría renovada, testigos de Jesucristo resucitado, el eternamente Vivo.
Que Santa María Madre del Amor Hermoso, de ese Amor al que habéis
entregado vuestra existencia, os ayude y acompañe siempre.
Con singular afecto, encomendándose a vuestras oraciones, os bendice.
+J. Leonardo Lemos
Obispo de Orense