Mons. Jesús García Burillo Queridos abulenses:
Comenzamos hoy una serie de cartas sobre el Credo. Quiere ser una ayuda para celebrar el Año de la fe; clarificar los contenidos de nuestra fe, afirmarnos en ella y adquirir seguridad para ser sus testigos.
El Símbolo de la fe tiene una estructura trinitaria. Sin embargo, para que nadie piense que somos politeístas, la primera afirmación deja las cosas claras: «Creo en un solo Dios».
Esta es la primera diferencia del cristianismo, del judaísmo y del islam respecto de otras religiones. Creer en muchos dioses, en la antigüedad, significaba no sólo idolatrar las fuerzas de la naturaleza y revestir de religión lo que pertenece al campo de la ciencia; suponía además forjar una imagen demasiado mundana de lo divino. Los ídolos que poblaban los panteones de los pueblos antiguos eran al final tan vengativos, envidiosos, lujuriosos y antojadizos como podemos ser nosotros. Por eso muy pronto surgieron
algunas religiones en el extremo Oriente y algunas filosofías en Occidente que se rebelaron contra estas ideas. Tenía que haber un Fundamento último de la realidad, una Eternidad que sostuviera cuanto existe y que estuviera más allá de las pasiones humanas. Pero tanto acentuaron la trascendencia, que cayeron en el otro extremo. No habría un Dios personal, con un rostro amable aunque infinitamente superior al de cualquiera de nosotros. Lo que habría, según ellos, sería una fuerza anónima, abstracta e impersonal. Pues bien, frente a estas ideas que nuestros antepasados se hicieron acerca de lo divino, aparece lo que Dios ha revelado de sí mismo en la historia de la salvación.
Resulta que Dios existe, que es único y que está más allá de todo lo creado, pero que al mismo tiempo tiene un corazón real e inmenso, capaz de compadecerse de nosotros.
Dios nos excede infinitamente en perfección, en sabiduría, en eternidad y en poder; pero sobre todo nos excede en amor.
La fe en un solo Dios tiene tres consecuencias muy importantes para nuestra vida cotidiana. La primera de ella es que, si sólo hay un Dios, entonces nada fuera de Él merece adoración, el pleno sometimiento de la voluntad. De vez en cuando surgen en la historia ideologías y planteamientos políticos de tinte totalitario. Se creen capaces de ordenar toda la vida de los individuos. Para ello es necesario que las personas obedezcan ciegamente sus indicaciones. Frente a esta pretensión, el cristiano sabe que sólo Dios es Dios, que sólo Él merece una entrega absoluta e incondicional ya que sólo Él puede ofrecer una felicidad eterna y una vida más fuerte que la muerte. Por eso, frente a las tiranías de todo tipo, los hijos de la Iglesia han mantenido la cabeza alta y
han recordado aquella frase de los apóstoles: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29).
La segunda consecuencia de creer en un solo Dios es que se desarrolla en nosotros un pensamiento crítico, que es el origen de la ciencia tal como la entendemos hoy. Esto lo expresó muy bien Chesterton: «Quien no cree en Dios no es que ya no crea en nada; es que está dispuesto a creer cualquier cosa». En efecto, basta echar un vistazo a nuestra sociedad secularizada para comprobar que, cuanto más se deja de creer en Dios, más creemos en vanidades. El cristiano no se fía de los adivinos que proliferan en las
televisiones, ni confía en políticos o en economistas como si fueran salvadores de la humanidad. Se sirve de la medicina o de la economía con libertad, pero reconociendo sus límites. Hace todo esto porque sabe que sólo Dios tiene en su mano el futuro, sólo Él nos salva realmente y sólo en Él merece la pena poner nuestra esperanza.
La tercera consecuencia de creer en un solo Dios es que, siendo Él el origen de toda vida, entonces todos los hombres somos, en cierto modo, hermanos. Cuanto existe está remitido al Creador que le da origen. En Él encontramos un punto común, una realidad eterna y necesaria que nos vincula a todas las personas y a éstas con el universo. Por eso la fe en un solo Dios es fuente de paz. Para el creyente el prójimo no es un lobo, ni un enemigo. Es un regalo de Dios al mundo y a mí.
Este último pensamiento contrasta con una crítica que abunda contra las religiones monoteístas. Se dice que la fe en un solo Dios es factor de violencia. Ponen como ejemplo las cruzadas y la inquisición del pasado, y la violencia actual del extremismo musulmán. Intelectualmente lo justifican diciendo que aceptar un solo Dios es igual a aceptar una sola verdad y, por consiguiente, verse en la obligación de imponérsela a todos. Esta crítica es poco sólida. El pasado y el presente de la humanidad están plagados de episodios sangrientos que no tienen nada que ver con la religión. El problema radica en que los hombres somos capaces de manipular también la fe, para justificar nuestros propios intereses. Pero éste no es un asunto de la fe en Dios, sino un
abuso de la religión. Y respecto a la justificación racional, más bien el argumento es al contrario. Quien no cree en una verdad es el que trata de imponer al prójimo sus opiniones. Si la Verdad existe, es una y personal, entonces se defiende sola. Quienes hemos sido cautivados por Ella la proponemos sin imponerla. Porque creer en un solo Dios conlleva creer en la dignidad humana y en el respeto más absoluto a su libertad.
+Jesús García Burillo
Obispo de Ávila