Mons. Agustí Cortés Muy frecuentemente el camino hacia la fe cristiana pasa por sufrimientos, que actúan a manera de intensificación del lado oscuro de la vida humana. Así, las historias de conversiones procedentes del Islam nacidas a raíz de experiencias traumáticas provocadas por la violencia fundamentalista. Pero otras veces el camino de la fe, aunque nunca faltan momentos de duda y de preguntas acuciantes, es un proceso de luz progresiva, sin tragedias mayores ni sobresaltos.
Fátima era una musulmana que había heredado una fe profunda y sincera. Fue educada en el Islam con criterios claramente equilibrados y sensatos, dando posibilidad a una integración social y cultural fácil en Francia, donde su familia había emigrado. Cursó la enseñanza obligatoria en un liceo estatal, donde por un cauce u otro tuvo conocimiento de la figura de Jesús. Algo sabía de Él, pues el Corán lo considera como un profeta. Pero de hecho las noticias que le llegaban, sobre todo a través de la lectura directa de los Evangelios, iban más allá de lo que significaba un mero profeta, como tantos otros que había habido en la historia de Israel. Le impactaban su sabiduría, su doctrina, su fuerza compasiva y su poder para hacer milagros en favor de la humanidad sufriente. Pero lo que le parecía desconcertante y hasta inaceptable era su propio sufrimiento, es decir, la Cruz. ¿Cómo es posible que quien se tiene por el Hijo de Dios acabe en tal fracaso? ¿Por qué razón puede el Padre Dios permitir que su hijo sufra de tal manera?
Pasan los años y no deja de inquietarse por “el gran personaje” que ve en Jesús. Un hecho importante interviene en su búsqueda: se enamora de un joven italiano, que es católico, aunque vive su fe de una manera más bien formalista, practicando, pero sin demasiada profundidad, es decir como fe heredada i mínimamente personalizada. Se casan civilmente y por razones profesionales se trasladan a vivir a Italia. Ella hace partícipe a su marido de sus inquietudes e interrogantes, pero él no es capaz de
responderle. Deciden hacer una experiencia original: ella estudiaría el Nuevo Testamento y él el Corán. El resultado fue que a él le sirvió para avanzar en la fe y a ella para ver más claro el secreto de Jesucristo. Algo realmente singular debió pasar en su subconsciente, cuando tuvo tres sueños sucesivos con un mismo “argumento”: escenas de la vida normal, como cruzar un río o tocar unos animales, se transformaban en situaciones de sufrimiento, ansiedad y peligro, mientras se oía una voz que le invitaba a tomar con sus manos aquello que le provocaba terror; haciendo un esfuerzo obedecía, desaparecían los temores y sobrevenía la paz.
Aquello significó el preámbulo para el descubrimiento del sentido del sufrimiento de Cristo como sacrificio de amor por la humanidad. Todo se vio más claro con la preparación catecumenal que precedió al bautismo. Éste significó la muerte y resurrección del amor, que, como amor esponsal en el Espíritu, vino a ser bendecido en el sacramento del matrimonio, que celebraron posteriormente.
Una fe encontrada y una fe renovada. En todo caso, la Cruz de Jesús, lejos de ser escándalo, llegó a constituir la prueba del amor más perfecto.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat